TEXTOS PARA EL TALLER DE TEATRO 2023
¿Cómo dijo?
ACTO 1
El
viajero. (Apareciendo
a espaldas del campesino.) ¡Eh, buen hombre… ¡Buen Hombre! (El
campesino no le atiende.) ¡Ni que fuera sordo como yo! (le
toca un hombro) ¡Oiga!
El
campesino. ¡Hola! ¿Qué
tal? ¿Qué desea?
El
viajero. Usted, que
ha de conocer estos lados.
El
campesino. Sí señor;
Rudecindo Lagos, para servirle.
El
viajero. Hágame el
favor de hablar más alto, porque soy bastante sordo.
El
campesino. Si no grita
más, no podré entenderlo, porque soy un poco torpe de oído.
El
viajero. ¿Podría
indicarme dónde queda la estancia “Los Leones”?
El
campesino. ¡Claro que
tienen fragancia mis melones! Es que son muy buenos, le haré traer algunos para
que los pruebe.
El
viajero. ¿Nueve?
¿Nueve qué? ¿Nueve leguas? ¿Tanto? ¡No puede ser!
El
campesino. (La
patrona aparece en este momento.) Sí, ésta es mi mujer. (A la patrona.)
Oye. Tráele a este hombre una docena de melones, para que elija algunos.
La
madre. ¡Ah, muy
bien! ¿Así que este caballero quiere tener relaciones con nuestra hija? Tanto
gusto, señor. En seguida se la presentaremos. (Gritando hacia el interior de
la casa.) ¡Mariquita!… ¡Mariquita!… Esa chica es más sorda que yo, todavía…
Un momento, siéntese… (Se introduce en la casa.)
El viajero. ¿De modo que usted dice que la
estancia “Los Leones” queda a nueve leguas de aquí?
El
campesino. Sí, señor;
se lo he dicho y se lo repito. La fragancia de mis melones es exquisita… (Aparece
la patrona.)
La
madre. No grites,
hombre; aquí está Mariquita. (A su hija.) Bueno, hija aquí tienes a tu
pretendiente…
Mariquita. ¡Ay, mamá!,
¿cuántas veces quiere que le diga que no me duelen los dientes ni nada?
La
madre. ¿Qué no
tiene nada? ¿Y tú qué sabes? A lo mejor resulta que es rentista.
Mariquita. ¡Mamá!, por
favor, ¿para qué quiero yo un dentista, si no tengo enferma la boca?
La
madre. Ya sabes
que tu madre pocas veces se equivoca: ha de ser rentista nomás.
El campesino. ¿Y los melones, mujer?
La
madre. Es lo que
yo le digo, ¿por qué te pones así, hija?
El
campesino. Pero, si no
les traes ninguno, ¿cómo quieres que elija?
La
madre. Es que tú
sabes cómo es esta niña; ella quiere salirse siempre con la suya. (Al
viajero.) Ésta es mi hija, se llama Mariquita.
El
viajero. ¿Cómo
cerquita, si su esposo me ha dicho que faltan nueve leguas?
La
madre. (Al
campesino.) ¿Qué dice este hombre de las yeguas?
El
viajero. Sí, y como
ya de luz quedan pocas horas.
Mariquita. No, todavía
no soy señora.
El
viajero. No sé, ni
siquiera si es bueno el camino.
Mariquita. ¡Ah, yo no
pretendo que usted sea adivino! Sólo le he dicho que sigo soltera.
El
viajero. ¡Ah!, ya
entiendo: ¿llegando a la tranquera, sigo hasta la derecha? ¿Y de ahí, a “Los
Leones”?
El
campesino. ¡Ah!, como
buenos le aseguro que son buenos. Y puedo mandarle todos los que quiera…
El
viajero. Sí, ya me
dijo la señorita: de la tranquera, a la derecha.
La madre. Yo no digo
que usted no quiera a la chica, pero convendría que fijara fecha…
El
viajero. (Desapareciendo.)
Bueno, hasta otra vez, y perdonen la molestia.
La
madre. ¡Oiga,
oiga! ¡Más bestia será usted, atrevido!
El
campesino. ¿Qué? ¡Tiene
razón!, no iba a esperar hasta mañana que le trajeras los melones.
La
madre. Y no. Jamás
consentiré que nuestra hija tenga relaciones con semejante gente.
Mariquita. Déjelo que
se vaya; total, aquí a nadie le duelen los dientes.
El
campesino. No es que
te lo reproche, pero hubiera comprado tres o cuatro…
Mariquita. ¡Ay, qué
bueno eres, papá! ¿Oyes, mamá? Dice que nos llevará al teatro a ver las
comedias.
La
patrona. ¡Cierto! Ya
me había olvidado que tenía que zurcirle las medias. ¿Sabes dónde he dejado la
lana azul?
Mariquita. ¡No me
digas! ¿La comedia de Barba Azul? ¡Qué bonito título! ¡Ay, qué contenta estoy,
madre mía!
La madre. Es lo que
digo siempre a tu padre: ¡que Dios nos conserve esta armonía! Porque el día que
nos entendamos, esta casa será un infierno…
FIN.
"Quién paga el pato" de Mauricio Rosencof
LA ZAPATERA PRODIGIOSA – FEDERICO GARCÍA LORCA ( Obra teatral- frag.)
Al levantarse el telón, la ZAPATERA viene de la calle toda
furiosa y se detiene en la puerta. Viste un traje verde rabioso y lleva el pelo
tirante, adornado con dos grandes rosas. Tiene un aire agreste y dulce al mismo
tiempo.
ZAPATERA. - Cállate, larga de lengua, penacho de catalineta, que si yo lo he hecho... si yo lo he hecho, ha sido por mi propio gusto... Si no te metes dentro de tu casa te hubiera arrastrado, viborilla empolvada; y esto lo digo para que me oigan todas las que están detrás de las ventanas. Que más vale estar casada con un viejo, que, con un tuerto, como tú estás. Y no quiero más conversación, ni contigo ni con nadie, ni con nadie, ni con nadie. (Entra dando un fuerte portazo.) Ya sabía yo que con esta clase de gente no se podía hablar ni un segundo... pero la culpa la tengo yo, yo y yo... que debía estar en mi casa con... casi no quiero creerlo, con mi marido. Quién me hubiera dicho a mí, rubia con los ojos negros, que hay que ver el mérito que esto tiene, con este talle y estos colores hermosísimos, que me iba a ver casada con... me tiraría del pelo.
«EL MUNDO» de Eduardo Galeano
Narrador. Un hombre del pueblo de Neguá, en la costa
de Colombia, pudo subir al alto cielo.
1.A la vuelta contó. Dijo que había contemplado desde
arriba, la vida humana.
2. Y dijo que somos un mar de fueguitos.
4.-El mundo es eso -reveló- un montón de gente, un mar de
fueguitos.
5. Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás.
6. No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos
chicos y fuegos de todos los colores.
7. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento 8.
y gente de fuego loco
que llena el aire de chispas. 9. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran
ni queman;
10. pero otros arden la vida con tanta pasión que no se
puede mirarlos sin parpadear,
11. y quien se acerca se enciende.
(De Eduardo Galeano «EL LIBRO DE LOS ABRAZOS», texto en
prosa )
MI FAMILIA ESTÁ ENCHUFADA DE MARCIANO DURÁN ( Adaptación teatral)
Claro... seguro que en Gran
Bretaña hay muchos matrimonios divorciados. Seguro que los pocos que siguen
casados tienen empleadas que les dan de comer a los niños en otro horario.
Claro. lo más probable es que trabajen ambos, entonces no se ven a mediodía.
Seguro que los hijos hacen doble horario en el colegio y comen allí. Lo más
probable es que muchos pidan comida rápida por teléfono y coman sentados con la
bandeja en la falda mirando televisión. Casi seguro que otros están en la mesa
de la computadora con la muzzarella chorreando cerca del teclado. ¡Ojo al
piojo!¡Este es solo el comienzo!¡¡Nos van a sacar todas las mesas y todos los
muebles que sirvan para encontrarnos!! Un día de estos, cuando yo esté
distraído se llevarán todas las sillas de Gran Bretaña, de Francia y de Rincón
de la Bolsa. Habrá que sentarse sólo en sillas con rueditas de oficina. ¡Y
después vendrán por las nuestras! No se necesitarán cocinas porque la gente ya
tiene el delivery, desaparecerán los platos y las fuentes, los bancos de plaza,
las bicicletas dobles y los sillones de tres cuerpos, las camas matrim...
¡¡¡¡las caaaamas!!!! ¿Para qué pueden querer una cama si se duermen en el
sillón mirando televisión?¡¡¡Qué nadie se atreva a tocar a mi cama!!! Seguro
que las familias no se verán ni en Navidad y las esposas le enviarán mensajes
de texto a sus esposos con una foto de un bebé en el celular:
"Gdo tqm, ¿sbs? El sbdo tuve
1 bb es h, yamm, es = al hno cmnkt x100prejtos. Va pic"Seguro que
inventarán sillones como los juegos de las maquinitas donde se pueda comer,
dormir, jugar, chatear, trabajar e incluso le agregarán alguna función:
insertar-objeto-inodoro. Me acerqué a casa con la promesa de no permitirlo, me
fui aproximando con la intención de empezar a comunicarnos más, de hablar, de
no dejar que la tecnología nos robe las mesas, los encuentros, el amor, las
Navidades, la Semana Santa, La Batalla de la Piedras y la Noche de la
Nostalgia. Apenas llegue le voy a hablar a mi hija de la menstruación. Hoy le
voy a explicar todo eso y a mi hijo le voy a decir que no se deje tocar en
ninguna parte por ningún señor que no conozca, le voy a hablar de los peligros
de los vestuarios, de la marihuana. A mi otra hija le voy a hablar de los
reyes, del embarazo y del alcohol. Con mi mujer hablaré de nuestra intimidad.
¡Está bien! ¡debí haberlo hablado antes, pero recién ahora me encontré con este
artículo de la mesa en Gran Bretaña! ¡¡¡No me robarán a mi familia!!! ¡¡¡No
permitiré que se queden con lo que más quiero!!! (Me acerqué por el corredor repitiendo una y otra vez
lo que iba a decir al abrir la puerta):
--Gorda,
chiquilines, a conversar, a almorzar juntos, a hablar de nuestros problemas.
Por suerte somos una familia uruguaya que conversa y no somos británicos. A
sentarse alrededor de la mesa de comedor.
(Abrí la puerta y les dije): --Gorda, chiquil.
gorda. ¡¡¡CHIQUILINEEEES!!!"
(Nadie me dio pelota. Mi mujer miraba el teleteatro, mi
nene mascaba chicles, escuchaba música con auriculares y jugaba al
play-station, mi hija mayor no paraba de chatear con sus amigos y mi hija menor
tecleaba desesperadamente con el pulgar en el celular que le trajo Papá Noel.
Repetí ahora con un poco más de fuerza, es decir grité): --GOOORDAAA,
CHIQUILINEEEEEES!!- (y me sentí absolutamente ignorado). ¡Mi familia
está enchufada!
EL PADRE --Luci.
Lucianita... tenemos que hablar. (dije casi con desesperación, y senté a mi hija sobre mi falda.)
Hay un momento en la vida en que el ciclo, es decir. esteeee.... el mes. o sea.
hay un momento en que la mujer se hace mujer... y... esteeee... la vida
comienza (dije con algo de
vergüenza). No te asustes cuando veas los cambios, ese día
notarás que.
LUCIANITA –Papá, quisiera
decirte dos cosas. Una: que esta silla es de plástico y no vaa aguantar, yo
peso 65 kilos porque ya tengo 19 años. Dos: me parece medio tarde para arrancar
con este tema.
EL PADRE --Bien...
entonces hablemos de algún dragoncito. --¿Dragoncito? --Claro, algún amigovio.
El tema es así: ellos primero te van a querer dar un beso y con la excusa del
frío te van a pasar el brazo por el hombro ¡Ojo Lucianita, ojo! ¡Te quieren
tocar!
LUCIANITA --Papá ¿no te
jode conversar después? Tengo a Esteban en el messenger y me pregunta si nos
vemos esta noche. A propósito, creí que sabías que hace un año que salimos con
Esteban. ¿Cómo que salen? ¿Tienes novio, Lucianita?
(Como no me contestó me dirigí a mi hija menor que parecía
tener un dedo pulgar electrónico. No paraba de darle al dedo gordo, miraba
hipnotizada la pantallita del celular, se reía, se enojaba y le daba al dedo
como cuando yo trabajaba de telegrafista en el ferrocarril.)
EL PADRE --Laurita,
largando el aparato mi amor, llegó papito. --........ --Papito, llegó papito.
--......... --¡PAPITOOOOOO! ¡LLEGÓÓÓ PAPITOOOOOOOO!
LAURITA --Hola papá, n t
Esch xq estaba cht. -No te entiendo Laurita. ¿Podemos hablar de los Reyes
Magos, de Papá Noel y del Ratón Pérez? --Tng q acer es trd , xdon, salu2, a2.
EL PADRE--¿Sabés que no te
entiendo nada? ¿Podés dejar de hablar en chino? Mirá. el Ratón Pérez...
LAURITA - ¿Qué ratón?
EL PADRE - El ratón Pérez…
que cuando se te cae un diente y lo ponemos debajo de la almohada...
LAURITA – ¿Papá, podés
callarte un poco que no puedo leer los mensajes?
EL PADRE - Bien (creo que
debo probar con Santiaguito). -- Iujuuuu. Santiaguitoooo. (Mi hijo movía la cabeza al ritmo de
la música que seguramente estaba escuchando, pero nada. Ni pelota. Salté
adelante, abriendo y cerrando las piernas, y haciendo señas con los dos brazos
como los tipos que estacionan aviones. Me fui al dormitorio y lo llamé por
teléfono al celular. Yo no lo veía, pero seguro que le vibró en el bolsillo y
dijo):
SANTIAGUITO --¿Qué hay?
EL PADRE --Hay yo, mi
amor. Es papá.
SANTIAGUITO --¿Qué onda
Pá? ¿Qué hacés en el tubo?
EL PADRE --Tenemos que
hablar Santiaguito, es sobre los vestuarios.
SANTIAGUITO --¿Los
vestuarios?
EL PADRE --Si, es sobre si
te quieren tocar.
SANTIAGUITO--¿Cambiaste de
marca de vino, papá?
EL PADRE --No, es que...
es por lo de la mesa del comedor y me gustaría ver cómo va la escuela. SANTIAGUITO
-Papá...estoy en tercero del liceo ¿Estás consumiendo algo más que vino?
EL PADRE - ¿Podemos vernos
personalmente Santiaguito?
SANTIAGUITO --Ahora estoy
complicado. Es más, tendrías que cortar porque me está por llamar mamá.
EL PADRE --Pero... si tu
mamá está al lado tuyo.
SANTIAGUITO –Ya sé, en los
reclames me manda mensajes de texto que son baratísimos. Son más baratos que
hablar personalmente. Lo más barato que existe en el mundo es mandar mensajes
de texto.
EL PADRE (Corté. Fui otra
vez al comedor, me paré a la espalda a mi esposa , apoyé las manos en sus
hombros y le dije)
EL PADRE --Amor, algo
grave está pasando en esta familia.
MARIANA --¡¿Nos van a
cortar el ADSL?!
EL PADRE --Peor querida,
peor.
MARINA --¿¡¡El Cable, van
a cortar el cable!!?
EL PADRE -- ¡Peor!
MARIANA --En los reclames,
viejo, en los reclames me lo contás.
EL PADRE –Es importante,
te hablo de la falta de comunicación. Antes no me podía comunicar con mis
padres porque todo era tabú y prejuicios, no me tenían en cuenta, lo que yo
hablaba no le importaba a nadie. Ahora que cayeron los prejuicios y el tabú y
yo le doy pelota a los gurises, los medios de comunicación nos tienen
incomunicados. ¡Y eso que todavía tenemos la mesa de comedor!
MARIANA --¡Pará Javier por
favoooor!!—(gritó mi mujer sin sacar los ojos de la pantalla) - es el último capítulo de la comedia ... es terrible, creo que no se quedan juntos los
protagonistas. ¿Qué miércoles te pasa
con la mesa?
EL PADRE --Nooooooooo. (Me
voy …. sí me voy a vivir al medio del campo, entre los animales. ¡Total, para
estar comunicado así, más vale estar incomunicado! ........ ¡¡¡Ah!!! Me llevo
la mesa de comedor.
"DÍA DEL AGUA" DE EDUARDO GALEANO
Del agua brotó la vida. Los ríos son la sangre que nutre la
tierra, y están hechas de agua las células que nos piensan, las lágrimas que
nos lloran y la memoria que nos recuerda.
La memoria nos cuenta que los desiertos de hoy fueron los bosques
de ayer, y que el mundo seco supo ser mundo mojado, en aquellos remotos tiempos
en que el agua y la tierra eran de nadie y eran de todos.
¿Quién se quedó con el agua? El mono que tenía el garrote.
El mono desarmado murió de un garrotazo. Si no recuerdo mal, así comenzaba la
película 2001 Odisea del espacio.
Algún tiempo después, en el año 2009, una nave espacial
descubrió que hay agua en la luna. La noticia apresuró los planes de conquista.
Pobre luna
Pertenece al libro “Los hijos de los días”, Eduardo Galeano.
“LAS DE BARRANCO” DE GREGORIO DE LAFERRÈRE. (OBRA TEATRAL) Fragmento del Acto I
CARMEN (con angustia) —¡Pero si
precisamente es lo que no puedo! No lo hago por él… ¡lo hago por mí! En cada
uno de sus regalos veo el pago anticipado de esa sonrisa que me pretende
arrancar… y me indigna tanto, me da tanta rabia y tal vergüenza ¡que siento
ganas de tirarle por la cara con la porquería que me trae! (Con un gesto de
rabia)
DOÑA MARÍA (Con tono imperativo
y lleno de amenaza) Y ahora, lleve adentro esas blusas y ¡cuidado con que
cuando venga Rocamora no le dé usted las gracias con toda amabilidad!… (Carmen,
en silencio, se dirige sumisamente hacia el sitio donde se encuentra la caja de
blusas y en ese momento golpean las manos hacia la derecha) Pero ¡miren cómo
han puesto el suelo de papeles! (Empieza a levantar papeles) ¡Si no digo!
¡Estas haraganas no sirven para nada! (Gritando) ¡Manuela!… (Aproximándose
hacia la izquierda y en voz alta hacia el exterior) ¡Manuela!…
VOZ DE MANUELA (desde el
interior) —¿Qué quiere?
DOÑA MARÍA —Vení para acá (sigue
recogiendo papeles), vení a ver cómo está esto.
VOZ DE MANUELA —No puedo, me
estoy haciendo los rulos…
DOÑA MARÍA (gritándole mientras
sigue en la tarea de recoger papeles) —¡Yo te voy a dar rulos, sinvergüenza!
¡Deja no más! (En otro tono leyendo la inscripción de un trozo de papel que
recoge del suelo) Se alquila… (Leyendo la del otro papel) ¡Mire, esto! Se
alquila con h. ¡Para qué les habrá servido la escuela a estas inservibles!
(Leyendo rápidamente la inscripción de otro papel) ¡Otra!… pieza con z… (como
dudando) con z… con z…¡Qué barbaridad! ¡Parece mentira!… (Interrumpiendo
bruscamente la tarea para aproximarse de nuevo a la izquierda y gritando)
Decime, ¿le prendiste el cabo de vela a San Antonio?
VOZ DE MANUELA —No sé, yo le dije
a Pepa. (Gritando) ¡Pepa! ¡te llama mamá!…
[2]
(Aparece por la derecha doña
Rosario saludando con la cabeza y precedida de Carmen).
CARMEN —Mamá, esta señora viene
por la pieza desalquilada.
DOÑA MARÍA (muy amable) —Pase
adelante, señora, pase adelante (tira a un lado una pelota de papel que ha ido
formando con los pedazos recogidos del suelo).
DOÑA ROSARIO —Sí, señora. Como vi
papel en el balcón…
VOZ DE MANUELA (en el interior)
—¡¡Pepa!!
DOÑA MARÍA —Sí, sí… tome usted
asiento (le señala una silla).
DOÑA ROSARIO (sentándose) —Pero
me dice esta señorita que la pieza es muy chica…
DOÑA MARÍA —¿Chica? ¡Qué ha de
ser chica, señora! (Dirige una mirada furibunda a Carmen) Es una pieza muy
decente… Ya la verá usted… (A Carmen) Anda, abrila, que en seguida vamos
nosotras.
VOZ DE MANUELA (mientras Carmen
se va por el foro) —¡Pepa, te digo que te llama mamá!
DOÑA MARÍA (a doña Rosario) —Pues
ayer quedó desocupada. ¡Oh!, estoy segura de que le va a gustar mucho.
VOZ DE MANUELA —¡Bueno, a mí qué
me importa!… ¡Yo te digo lo que dice ella!
DOÑA MARÍA (después de dirigir
una mirada de inquietud hacia la izquierda y con cierta nerviosidad) —Durante
mucho tiempo ha vivido la viuda de un coronel. ¡Como ésta es una casa
tranquila!… No tengo sino solo un inquilino, un estudiante de las provincias.
VOZ DE MANUELA (levantando
fuerza) —Más zonza serás vos… ¿entendés?
DOÑA MARÍA (apresuradamente y muy
nerviosa) —Estudiante de medicina… ¿Sabe? de medicina.
VOZ DE MANUELA —¡La idiota sos
vos!… ¿Qué te has creído?
DOÑA MARÍA (con tono de regaño,
en alta voz y mirando hacia la izquierda) —¡Manuela!
VOZ DE PEPA (más lejana que la de
Manuela) —¿A que no me lo repetís?
DOÑA MARÍA (levantando la voz)
—¡¡Niñas!!…
VOZ DE PEPA (con la misma fuerza
que la de Manuela) —¡Guaranga!
VOZ DE MANUELA —¡Estúpida! (Se
produce una gritería en la que las dos voces se insultan).
DOÑA MARÍA (sofocada) —Discúlpeme
usted… (dirigiéndose precipitadamente hacia la izquierda) ¡Niñas!…
PEPA (apareciendo bruscamente por
la izquierda y con la cara descompuesta) —¿Es cierto que usted me llama?… (se
detiene sorprendida al encontrarse con doña Rosario).
DOÑA MARÍA (con voz contenida por
la ira) —Esta señora viene a alquilar la pieza… (señala a doña Rosario).
PEPA (a doña Rosario y tratando
de sonreír) —Perdone, señora… ¡estábamos jugando!
MANUELA (apareciendo a su vez por
la izquierda muy sofocada y con la cabeza llena de papelitos) —¡Mentira!, mamá,
¡ha sido ella!… (se detiene confusa).
CARMEN (apareciendo por el foro)
—Ya está abierta la pieza, pueden pasar.
DOÑA MARÍA (a doña Rosario, con
voz apagada y señalando a Manuela, Pepa y Carmen) —Son mis tres hijas… (En otro
tono) ¿Quiere que pasemos?… (le indica el foro).
DOÑA ROSARIO. —Vamos, señora. (Se
dirigen ambas hacia el foro, y Manuela, Pepa y Carmen las miran salir en
silencio. Antes de desaparecer doña María y sin que doña Rosario se aperciba,
hace señas de amenaza a Manuela y Pepa).
PEPA (a Manuela) —Ahí tenés lo
que has sacado… ¿ves?
MANUELA (encogiéndose de hombros)
—¿Y acaso tengo yo la culpa? ¿por qué no viniste cuando te llamé?
CARMEN —¿Qué ha sucedido?
PEPA —Esta guaranga que se puso a
gritar, haciendo un escándalo que ha oído esa vieja.
CARMEN (con tristeza) —¡Ustedes
siempre lo mismo!… (Mientras se adelantan unos pasos hacia la derecha) ¿Cuándo
acabarán estas cosas? (Continúan discutiendo las tres, Morales ha aparecido un
momento antes por el foro y deteniéndose en la puerta ha oído las últimas
palabras de la escena anterior).
MORALES (riendo) —¡Lo de
siempre!… (se adelanta).
CARMEN (sonriendo) —¡Qué quiere!…
¡No pueden vivir sin pelear! (En otro tono) ¿Ya se va al hospital? […]
MORALES (riendo) —Y qué milagro…
¿No ha venido nadie?
CARMEN—Nadie… ¿por qué?
MORALES —Como al Rocamora ése lo
veo con tanta frecuencia…
CARMEN (haciendo un gesto de
indiferencia) — ¡Ah!… (deja de reír).
MORALES —Y antenoche había otro
nuevo… Me dijeron que se llamaba Barroso… ¿no?
CARMEN —Sí, es un dentista de
aquí de la esquina.
MORALES
(después de mirarla un instante en silencio’)—¡Ah! ¡Carmen…! ¡Carmen…! (Se
adelanta hacia ella).
CARMEN—¡Por
favor, Morales!… no empecemos. Ya sabe lo convenido. Si hemos de ser amigos…
(con amargura) ¡no me mortifique usted también!…
MORALES
(apresuradamente y con pena) —Sí… sí… me callo… (En otro tono y sacando del
bolsillo un sobre del que toma un papelito) Aquí le he traído el palco, no
encontré bajo, pero es adelante (le extiende el billete).
CARMEN
(con sorpresa y sin tomar el billete) —¿Palco? … ¿qué palco?
MORALES
—Pero el que me pidió su mamá en nombre suyo…
CARMEN
(frunciendo el ceño) —Yo no le he pedido nada, Morales.
MORALES
(sorprendido) —¡Pero si me dijo la señora que usted deseaba ir al teatro, y que
quería que yo le consiguiera localidad!
CARMEN
(con dureza) —Es mentira, Morales.
MORALES
—¿Mentira?
CARMEN
(con irritación) —¡Sí, mentira! ¡la eterna mentira que ya me tiene enferma! Son
cosas de mi madre… Yo no le he pedido a usted nada. ¡Llévese ese palco!
MORALES
(sorprendido) —Bueno, Carmen, bueno… ¡no es para tanto! Además tenga en cuenta
que yo…
CARMEN
(interrumpiéndolo y reaccionando) —¡Discúlpeme!… (en tono de súplica) Pero… ¡yo
se lo ruego!… ¡entiéndame usted bien!… ¡No quiero que me traiga usted nunca
nada! (Levantando la voz) Y aunque se lo digan… ¿oye?… ¡aunque se lo digan, no
lo crea! (Exaltándose) ¡Porque mi madre y mis hermanas!… (deteniéndose y con
desaliento) pero… (haciendo un gesto de abatimiento y resignación) al fin es mi
madre y son mis hermanas!… (Con voz apagada) No hablemos más, Morales.
MORALES
(con gravedad y mirándola fijamente) —Sí, Carmen, sí, lo comprendo…
CARMEN
(exaltándose de nuevo) —¡Que hagan lo que quieran!… ¡Pero por lo menos que me
dejen a mí!… ¡que no me mezclen a mí! (con desesperación) ¡ Yo no quiero…! ¡yo
no puedo!
MORALES
—Cálmese. No me perdono haberle causado esta contrariedad.
CARMEN
(exaltada) —¡Es que es de todos los días!… ¡A cada rato!… ¡usted lo sabe!… ¡es
con todos, con todos los que vienen a esta casa! ¡Y siempre soy yo el precio!…
¡siempre!… ¡Ah!… ¡Si supieran el efecto que me hacen estas cosas!… ¡Si supieran
cómo me duelen!… ¡cómo me lastiman!… ¡todo lo que sufro!… (Doña María y Doña
Rosario aparecen en el foro discutiendo).
DOÑA ROSARIO —Imposible, señora, imposible… ¿Para qué?
DOÑA MARÍA (agriamente) —¡Pues no sé dónde va a encontrar
mejor, ni más barata!
DOÑA ROSARIO —Eso es cuestión mía, señora. Adiós (se dirige
hacia la derecha haciendo un saludo con la cabeza a Carmen y a Morales).
DOÑA MARÍA (gritándole rabiosa) —¡Alquile la plaza
Victoria, y así tendrá jardín!…
DOÑA ROSARIO (dándose vuelta antes de salir) —¡Y usted a su
pieza póngale unos palitos y le resultará pajarera!…
DOÑA MARÍA (avanzando rabiosa, a gritos) —¡Con usted adentro
como lechuza! (Después de asomarse hacia el exterior, a Carmen) ¿Miren la
facha! (Mirando furiosa a Carmen)
Enseguida das vuelta a San Antonio del lado de la pared. ¡Bonitos inquilinos
los que trae!
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TEXTOS DE LITERATURA
LA PRADERA DE R. BRADBURY
—George, me gustaría que mirases el cuarto de los niños.
— ¿Qué pasa?
—No sé.
—¿Entonces?
—Sólo quiero que mires, nada más, o que llames a un psiquiatra.
—¿Qué puede hacer un psiquiatra en el cuarto de los niños?
—Lo sabes muy bien.
La mujer se detuvo en medio de la cocina y observó la estufa, que se cantaba
así misma, preparando una cena para cuatro.
—Algo ha cambiado en el cuarto de los niños —dijo.
—Bueno, vamos a ver.
Descendieron al vestíbulo de la casa de la Vida Feliz, la casa a prueba de
ruidos que les había costado treinta mil dólares, la casa que los vestía, los
alimentaba, los acunaba de noche, y jugaba y cantaba, y era buena con ellos. El
ruido de los pasos hizo funcionar un oculto dispositivo y la luz se encendió en
el cuarto de los juegos, aún antes que llegaran a él. De un modo similar, ante
ellos, detrás, las luces fueron encendiéndose y apagándose, automáticamente,
suavemente, a lo largo del vestíbulo.
—¿Y bien? —dijo George Hadley.
La pareja se detuvo en el piso cubierto de hierbas. El cuarto de los niños
media doce metros de ancho, por doce de largo, por diez de alto. Les había
costado tanto como el resto de la casa.
—Pero nada es demasiado para los niños —decía George.
El cuarto, de muros desnudos y de dos dimensiones, estaba en silencio, desierto
como el claro de una selva bajo la alta luz del sol. Alrededor de las figuras
erguidas de George y Lydia Hadley, las paredes ronronearon, dulcemente,
y dejaron ver unas claras lejanías, y apareció una pradera africana en tres
dimensiones, una pradera completa con sus guijarros diminutos y sus briznas de
paja. Y sobre George y Lydia, el cielo raso , e convirtió en un cielo muy
azul, con un sol amarillo y ardiente. George Hadley sintió que unas gotas
de sudor le corrían por la cara.
—Alejémonos de este sol —dijo—. Es demasiado real, quizá. Pero no veo nada
malo.
De los odorófonos ocultos salió un viento oloroso que bañó a George y Lydia, de
pie entre las hierbas tostadas por el sol. El olor de las plantas selváticas,
el olor verde y fresco de los charcos ocultos, el olor intenso y acre de los
animales, el olor del polvo como un rojo pimentón en el aire cálido… Y luego
los sonidos: el golpear de los cascos de lejanos antílopes en el suelo de
hierbas; las alas de los buitres, como papeles crujientes… Una sombra atravesó
la luz del cielo. La sombra tembló sobre la cabeza erguida y sudorosa de George
Hadley.
—¡Qué animales desagradables! —oyó que decía su mujer.
—Buitres.
—Mira, allá lejos están los leones. Van en busca de agua. Acaban de comer —dijo
Lydia—. No se qué
—Algún animal. —George Hadley abrió la mano para protegerse de la luz que le
hería los ojos entornados—. Una cebra, o quizá la cría de una jirafa.
—¿Estás seguro? —dijo su mujer nerviosamente. George parecía divertido.
—No. Es un poco tarde para saberlo. Sólo quedan unos huesos, y los buitres
alrededor.
—¿Oíste ese grito? —preguntó la mujer.
—No.
—Hace un instante.
—No, lo siento.
Los leones se acercaban. Y George Hadley volvió a admirar al genio mecánico que
había concebido este cuarto. Un milagro de eficiencia, y a un precio ridículo.
Todas las casas debían tener un cuarto semejante. Oh, a veces uno se asusta
ante tanta precisión, uno se sorprende y se estremece; pero la mayor parte de
los días ¡qué diversión para todos, no sólo para los hijos, sino también para
uno mismo, cuando se desea hacer una rápida excursión a tierras extrañas,
cuando se desea un cambio de aire! Pues bien, aquí estaba África. Y aquí
estaban los leones ahora, a una media docena de pasos, tan reales, tan febril y
asombrosamente reales, que la mano sentía, casi, la aspereza de la piel, y la
boca se llenaba del olor a cortinas polvorientas de las tibias melenas. El
color amarillo de las pieles era como el amarillo de un delicado tapiz de
Francia, y ese amarillo se confundía con el amarillo de los pastos. En el
mediodía silencioso se oía el sonido de los pulmones de fieltro de los leones,
y de las fauces anhelantes y húmedas salía un olor de carne fresca. Los leones
miraron a George y a Lydia con ojos terribles, verdes y amarillos.
—¡Cuidado! —gritó Lydia.
Los leones corrieron hacia ellos. Lydia dio un salto y corrió, George la siguió
instintivamente. Afuera, en el vestíbulo, después de haber cerrado ruidosamente
la puerta, George se rió y Lydia se echó a llorar, y los dos se miraron
asombrados.
—¡George!
—¡Lydia! ¡Mi pobre y querida Lydia!
—¡Casi nos alcanzan!
—Paredes, Lydia; recuérdalo. Paredes de cristal. Eso son los leones. Oh,
parecen reales, lo admito. África en casa. Pero es sólo una película suprasensible
en tres dimensiones, y otra película detrás de los muros de cristal que
registra las ondas mentales. Sólo odorófonos y altoparlantes, Lydia. Toma, aquí
tienes mi pañuelo.
—Estoy asustada. —Lydia se acercó a su marido, se apretó contra él y exclamó—:
¿Has visto? ¿Has sentido ¡Es demasiado real!
—Escucha, Lydia …
—Tienes que decirles a Wendy y Peter que no lean más sobre África.
—Por supuesto, por supuesto —le dijo George, y la acarició suavemente.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
—Y cierra el cuarto unos días. Hasta que me tranquilice.
—Será difícil, a causa de Peter. Ya sabes. Cuando lo castigue hace un mes y
cerré el cuarto unas horas, tuvo una pataleta. Y lo mismo Wendy. Viven para el
cuarto.
—Hay que cerrarlo. No hay otro remedio.
—Muy bien. —George cerró con llave, desanimadamente—. Has trabajado mucho.
Necesitas un descanso.
—No sé … no sé —dijo Lydia, sonándose la nariz. Se sentó en una silla que en
seguida empezó a hamacarse, consolándola—. No tengo, quizá, bastante trabajo.
Me sobra tiempo y me pongo a pensar. ¿Por qué no cerramos la casa, sólo unos
días, y nos vamos de vacaciones?
—Pero qué, ¿quieres freírme tú misma unos huevos? Lydia asintió con un
movimiento de cabeza.
—Sí.
—¿Y remendarme los calcetines?
—Sí —dijo Lydia con los ojos húmedos, moviendo afirmativamente la cabeza.
—¿Y barrer la casa?
—Sí, sí. Oh, sí.
—Pero yo creía que habíamos comprado esta casa para no hacer nada.
—Eso es, exactamente. Nada es mío aquí. Esta casa es una esposa, una madre y
una niñera. ¿Puedo competir con unos leones? ¿Puedo bañar a los niños con la
misma rapidez y eficacia que la bañera automática? No puedo. Y no se trata sólo
de mi. También de ti. Desde hace un tiempo estás terriblemente nervioso.
—Quizá fumo demasiado.
—Parece como si no supieras qué hacer cuando estás en casa. Fumas un poco más
cada mañana, y bebes un poco más cada tarde, y necesitas más sedantes cada
noche. Comienzas, tú también, a sentirte inútil.
—¿Te parece? George pensó un momento, tratando de ver dentro de sí mismo.
—¡0h, George! —Lydia miró, por encima del hombro de su marido, la puerta del
cuarto—. Esos leones no pueden salir de ahí, ¿no es cierto? George miró y vio
que la puerta se estremecía, como si algo la hubiese golpeado desde dentro.
—Claro que no —dijo George.
Comieron solos. Wendy y Peter estaban en un parque de diversiones de material
plástico, en el otro extremo de la ciudad, y habían televisado para decir que
llegarían tarde, que empezaran a comer. George Hadley contemplaba, pensativo,
la mesa de donde surgían mecánicamente los platos de comida
—Olvidamos la salsa de tomate —dijo.
—Perdón —exclamó una vocecita en el interior de la mesa, y apareció la salsa.
Podríamos cerrar el cuarto unos pocos días, pensaba George. No les haría ningún
daño. No era bueno abusar. Y era evidente que los niños habían abusado un poco
de África. Ese sol. Aún lo sentía en el cuello como una garra caliente. Y los
leones. Y el olor de la sangre. Era notable, de veras. Las paredes recogían las
sensaciones telepáticas de los niños y creaban lo necesario para satisfacer
todos los deseos. Los niños pensaban en leones y aparecían leones. Los niños
pensaban en cebras, y aparecían cebras. En el sol, y había sol. En jirafas, y
había jirafas. En la muerte, y había muerte. Esto último. George masticó, sin saborear
la carne que la mesa acababa de cortar. Pensaban en la muerte. Wendy y Peter
eran muy jóvenes para pensar en la muerte. Oh, no. Nunca se es demasiado joven,
de veras. Tan pronto como se sabe qué es la muerte, ya se la desea uno a
alguien. A los dos años ya se mata a la gente con una pistola de aire
comprimido. Pero esto… Esta pradera africana, interminable y tórrida… y esa
muerte espantosa entre las fauces de un león. Una vez, y otra vez…
—¿A dónde vas? —preguntó Lydia. George no contestó. Dejó, preocupado, que las
luces se encendieran suavemente ante él, que se apagaran detrás, y se dirigió
lentamente hacia el cuarto de los niños. Escuchó con el oído pegado a la
puerta. A lo lejos rugió un león. Hizo girar la llave y abrió la puerta. No
había entrado aún, cuando oyó un grito lejano. Los leones rugieron otra vez.
George entró en África. Cuántas veces en este último año se había encontrado,
al abrir la puerta, en el país de las Maravillas con Alicia y su tortuga, o con
Aladino y su lámpara maravillosa, o con Jack Cabeza de Calabaza en el país de
Oz, o con el doctor Doolittie, o con una vaca que saltaba por encima de una
luna verdaderamente real… con todas esas deliciosas invenciones imaginarias.
Cuántas veces se había encontrado con Pegaso, que volaba entre las nubes del
techo; cuántas veces había visto unos rojos surtidores de fuegos de artificio,
o había oído el canto de los ángeles. Pero ahora… esta África amarilla y
calurosa, este horno alimentado con crímenes. Quizá Lydia tenía razón. Quizá
los niños necesitaban unas cortas vacaciones, alejarse un poco de esas
fantasías excesivamente reales para criaturas de no más de diez años. Estaba
bien ejercitar la mente con las acrobacias de la imaginación, pero ¿y si la
mente excitada del niño se dedicaba a un único tema? Le pareció recordar que
todo ese último mes había oído el rugir de los leones, y que el intenso olor de
los animales había llegado hasta la puerta misma del despacho. Pero estaba tan
ocupado que no había prestado atención.
La figura solitaria de George Hadley
se abrió paso entre los pastos salvajes.Los leones, inclinados sobre sus
presas, alzaron la cabeza y miraron a George. La ilusión tenía una única falla:
la puerta abierta y su mujer que cenaba abstraída más allá del vestíbulo
oscuro, como dentro de un cuadro.
—Váyanse —les dijo a los leones. Los leones no se fueron. George conocía muy
bien el mecanismo del cuarto. Uno pensaba cualquier cosa, y los pensamientos
aparecían en los muros.
—¡Vamos! ¡Aladino y su lámpara! —gritó. La pradera siguió allí; los leones
siguieron allí.
—¡Vamos, cuarto! ¡He pedido a Aladino! Nada cambió. Los leones de piel tostada
gruñeron.
—¡Aladino!
George volvió a su cena.
—Ese cuarto idiota está estropeado —le dijo a su mujer—. No responde.
—O…
—¿O qué?
—O no puede responder —dijo Lydia—. Los chicos han pensado tantos días en
África y los leones y las muertes que el cuarto se ha habituado.
—Podría ser.
—O Peter lo arregló para que siguiera así.
—¿Lo arregló?
—Pudo haberse metido en las máquinas y mover algo.
—Peter no sabe nada de mecánica.
—Es listo para su edad. Su coeficiente de inteligencia …
—Aun así…
—Hola, mamá. Hola, papá.
Los Hadley volvieron la cabeza. Wendy y Peter entraban en ese momento por la
puerta principal, con las mejillas como caramelos de menta, los ojos como
brillantes bolitas de ágata, y los trajes con el olor a ozono del helicóptero.
—Llegáis justo a tiempo para cenar.
—Comimos muchas salchichas y helados de frutilla —dijeron los niños tomándose
de la mano—. Pero miraremos cómo coméis.
—Sí. Habladnos del cuarto de juegos —dijo George. Los niños lo observaron,
parpadeando, y luego se miraron.
—¿El cuarto de juegos?
—África y todas esas cosas —dijo el padre fingiendo cierta jovialidad.
—No entiendo —dijo Peter.
—Tu madre y yo acabamos de hacer un viaje por África con una caña de pescar,
Tom Swift y su león eléctrico.
—No hay África en el cuarto —dijo Peter simplemente.
—Oh, vamos, Peter. Yo sé por qué te lo digo.
—No me acuerdo de ninguna África —le dijo Peter a Wendy—. ¿Te acuerdas tú?
—No.
—Ve a ver y vuelve a contarnos. La niña obedeció.
—¡Wendy, ven aquí! —gritó George Hadley; pero Wendy ya se había ido. Las luces
de la casa siguieron a la niña como una nube de luciérnagas. George recordó, un
poco tarde, que después de su última inspección no había cerrado la puerta con
llave.
—Wendy mirará y vendrá a contarnos.
—A mí no tiene nada que contarme. Yo lo he visto.
—Estoy seguro de que te engañas, papá.
—No, Peter. Ven conmigo.
Pero Wendy ya estaba de vuelta.
—No es África —dijo sin aliento.
—Iremos a verlo —dijo George Hadley, y todos atravesaron el vestíbulo y
entraron en el cuarto. Había allí un hermoso bosque verde, un hermoso río, una
montaña de color violeta, y unas voces agudas que cantaban. El hada Rima,
envuelta en el misterio de su belleza se escondía entre los árboles, con los
largos cabellos cubiertos de mariposas, como ramilletes animados. La selva
africana había desaparecido. Los leones habían desaparecido. Sólo Rima estaba
allí, cantando una canción tan hermosa que hacia llorar. George Hadley miró la
nueva escena.
—Vamos, a la cama —les dijo a los niños. Los niños abrieron la boca.
—Ya me oísteis —dijo George.
Los niños se metieron en el tubo neumático, y un viento se los llevó como hojas
amarillas a los dormitorios.
George Hadley atravesó el melodioso cañaveral. Se inclinó en el lugar donde
habían estado los leones y alzó algo del suelo. Luego se volvió lentamente
hacia su mujer.
—¿Qué es eso? —le preguntó Lydia.
—Una vieja valija mía —dijo George.
Se la mostró. La valija tenía aún el olor de los pastos calientes, y el olor de
los leones. Sobre ella se veían algunas gotas de saliva, y a los lados, unas
manchas de sangre. George Hadley cerró con dos vueltas de llave la puerta del
cuarto. Había pasado la mitad de la noche y aún no se había dormido. Sabía que
su mujer también estaba despierta.
—¿Crees que Wendy habrá cambiado el cuarto? —preguntó Lydia al fin.
—Por supuesto.
—¿Convirtió la pradera en un bosque y reemplazo a los leones por Rima?
—Sí.
—;Por qué?
—No lo sé. Pero ese cuarto seguirá cerrado hasta que lo descubra.
—¿Cómo fue a parar allí tu valija?
—No sé nada —dijo George—. Sólo sé que estoy arrepentido de haberles comprado
el cuarto. Si los niños son unos neuróticos, un cuarto semejante…
—Se supone que el cuarto les saca sus neurosis y tiene una influencia
favorable. George miró fijamente el cielo raso.
—Comienzo a dudarlo.
—Hemos satisfecho todos sus gustos. ¿Es ésta nuestra recompensa?
¿Desobediencia, secreteos?
—¿Quién dijo alguna vez “Los niños son como las alfombras, hay que sacudirlos
de cuando en cuando”? Nunca les levantamos la mano. Están insoportables.
Tenemos que reconocerlo. Van y vienen a su antojo. Nos tratan como si nosotros
fuéramos los chicos. Están echados a perder, y lo mismo nosotros.
—Se comportan de un modo raro desde hace unos meses, desde que les prohibiste
tomar el cohete a Nueva York.
—Me parece que le pediré a David McClean que venga mañana por la mañana para
que vea esa África.
—Pero el cuarto ya no es África. Es el país de los árboles y Rima.
—Presiento que mañana será África de nuevo. Un momento después se oyeron dos
gritos. Dos gritos. Dos personas que gritaban en el piso de abajo. Y luego el
rugido de los leones.
—Wendy y Peter no están en sus dormitorios —dijo Lydia.
George escuchó los latidos de su propio corazón.
—No —dijo—. Han entrado en el cuarto de juegos.
—Esos gritos… Me parecieron familiares.
—¿Si?
—Horriblemente familiares.
Y aunque las camas trataron de acunarlos, George y Lydia no pudieron dormirse
hasta después de una hora. Un olor a gatos llenaba el aire de la noche.
-¿Papá? -dijo Perter.
-Sí.
Peter se niró los zapatos. Ya nunca
miraba a su padre, ni a su madre.
—¿Vas a cerrar para siempre el cuarto de juegos?
—Eso depende.
—¿De qué?
—De ti y tu hermana. Si intercalaseis algunos otros países entre esas escenas
de África. Oh… Suecia, por ejemplo, o Dinamarca, o China.
—Creía que podíamos elegir los juegos.
—Si, pero dentro de ciertos límites.
—¿Qué tiene África de malo, papá?
—Ah, ahora admites que pensabais en África, ¿eh?
—No quiero que cierres el cuarto —dijo Peter fríamente—. Nunca.
—A propósito. Hemos pensado en cerrar la casa por un mes, más o menos. Llevar
durante un tiempo una vida más libre y responsable.
—¡Eso sería horrible! ¿Tendré que atarme los cordones de los zapatos, en vez de
dejar que me los ate la máquina atadora? ¿Y cepillarme yo mismo los dientes, y
peinarme y bañarme yo solo?
—Será divertido cambiar durante un tiempo. ¿No te parece?
—No, será espantoso. No me gustó nada cuando el mes pasado te llevaste la
máquina de pintar.
—Quiero que aprendas a pintar tú mismo, hijo mío.
—No quiero hacer nada. Sólo quiero mirar y escuchar y oler. ¿Para qué hacer
otra cosa?
—Muy bien, vete a tu pradera.
—¿Vas a cerrar pronto la casa?
—Estamos pensándolo.
—¡Será mejor que no lo pienses más, papá!
—¡No permitiré que ningún hijo mío me amenace!
—Muy bien.
Y Peter se fue al cuarto de los niños.
—¿Llego a tiempo? —dijo David
McClean.
—¿Quieres comer algo? —le preguntó George Hadley.
—Gracias, ya he desayunado. ¿Qué pasa aquí?
—David, tú eres psiquiatra.
—Así lo espero.
—Bueno, quiero que examines el cuarto de los niños. Lo viste hace un año,
cuando nos hiciste aquella visita. ¿Notaste entonces algo raro?
—No podría afirmarlo. Las violencias usuales, una ligera tendencia a la
paranoia. Lo común. Todos los niños se creen perseguidos por sus padres. Pero,
oh, realmente nada. George y David McClean atravesaron el vestíbulo.
—Cerré con llave el cuarto —explicó George— y los niños se metieron en él
durante la noche. Dejé que se quedaran y formaran las figuras. Para que tú
pudieses verlas. Un grito terrible salió del cuarto.
—Ahí lo tienes —dijo George Hadley—. A ver que te parece.
Los hombres entraron sin llamar. Los gritos habían cesado. Los leones comían.
—Salid un momento, chicos —dijo George—. No no alteréis la combinación mental.
Dejad las paredes así. Marchaos.
Los chicos se fueron y los dos hombres observaron a los leones, que agrupados a
lo lejos devoraban sus presas con gran satisfacción.
—Me gustaría saber qué comen —dijo George Hadley—. A veces casi lo reconozco.
¿Qué te parece si traigo unos buenos gemelos y …? David McClean se rió
secamente.
—No —dijo, y se volvió para estudiar los cuatro muros—. ¿Cuánto tiempo lleva
esto?
—Poco menos de un mes.
—No me impresiona muy bien, de veras.
—Quiero hechos, no impresiones.
—Mi querido George, un psiquiatra nunca ha visto un hecho en su vida. Sólo
tiene impresiones; cosas vagas. Esto no me impresiona bien y te lo digo. Confía
en mi intuición y en mi instinto. Tengo buen olfato. Y esto me huele muy mal…
Te daré un buen consejo. Líbrate de este cuarto maldito y lleva a los niños a
mi consultorio durante un año. Todos los días.
—¿es tan grave?
—Temo que sí. Estos cuartos de juegos facilitan el estudio de la mente
infantil, con las figuras que quedan en los muros. En este caso, sin embargo,
en vez de actuar como una válvula de escape, el cuarto ha encauzado el
pensamiento destructor de los niños.
—¿No advertiste nada anteriormente?
—Sólo noté que consentías demasiado a tus hijos. Y parece que ahora te opones a
ellos de alguna manera. ¿De qué manera?
—No los dejé ir a Nueva York.
—¿y qué más?
—Saqué algunas máquinas de la casa, y hace un mes los amenacé con cerrar
este cuarto si no se ocupaban en alguna tarea doméstica. Llegué a cerrarlo
unos días, para que viesen que hablaba en serio.
—¡Aja!
—¿Significa algo eso?
—Todo. Santa Claus se ha convertido en un verdugo. Los niños prefieren a Santa
Claus. Permitiste que este cuarto y esta casa os reemplazaran, a ti y tu mujer,
en el cariño de vuestros hijos. Este cuarto es ahora para ellos padre y madre a
la vez, mucho más importante que sus verdaderos padres. Y ahora pretendes
prohibirles la entrada. No es raro que haya odio aquí. Puedes sentir cómo baja
del cielo. Siente ese sol, George, tienes que cambiar de vida. Has edificado la
tuya, como tantos otros, alrededor de algunas comodidades mecánicas. Si algo le
ocurriera a tu cocina, te morirías de hambre. No sabes ni como cascar un huevo.
Pero no importa, arrancaremos el mal de raíz. Volveremos al principio. Nos
llevará tiempo. Pero transformaremos a estos niños en menos de un año. Espera y
verás.
—Pero cerrar la casa de pronto y para siempre no será demasiado para los niños?
—No pueden seguir así, eso es todo.
Los leones habían terminado su rojo festín y miraban a los hombres desde las
orillas del claro.
—Ahora soy yo quien se siente perseguido —dijo McClean—. Salgamos de aquí.
Nunca me gustaron estos dichosos cuartos. Me ponen nervioso.
—Los leones parecen reales, ¿no es cierto? —dijo George Hadley—. Me imagino que
es imposible…
—¿Qué?
—Que se conviertan en verdaderos leones.
—No sé.
—Alguna falla en la maquinaria, algún cambio o algo parecido…
—No.
Los hombres fueron hacia la puerta.
—Al cuarto no le va a gustar que lo paren, me parece.
—A nadie le gusta morir, ni siquiera a un cuarto.
—Me pregunto si me odiará porque quiero apagarlo.
—Se siente la paranoia en el aire —dijo David McClean—. Se la puede seguir como
una pista. Hola. —Se inclinó y alzó del suelo una bufanda manchada de sangre—.
¿Es tuya?
—No —dijo George Hadley con el rostro duro—. Es de Lydia.
Entraron juntos en la casilla de los fusibles y movieron el interruptor que
mataba el cuarto.
Los dos niños tuvieron un ataque de
nervios. Gritaron, patalearon y rompieron algunas cosas. Aullaron, sollozaron,
maldijeron y saltaron sobre los muebles.
—¡No puedes hacerle eso a nuestro cuarto, no puedes!
—Vamos, niños.
Los niños se dejaron caer en un sofá, llorando.
—George —dijo Lydia Hadley—, enciéndeles el cuarto, aunque sólo sea un momento.
No puedes ser tan rudo.
—No puedes ser tan cruel.
—Lydia, está parado y así seguirá. Hoy mismo terminamos con esta casa maldita.
Cuanto más pienso en la confusión en que nos hemos metido, más me desagrada.
Nos hemos pasado los días contemplándonos el ombligo, un ombligo mecánico y
electrónico.
Dios mío, cómo necesitamos respirar un poco de aire sano. Y George recorrió la
casa apagando relojes parlantes, estufas, calentadores, lustradoras de zapatos,
ataderas de zapatos, máquinas de lavar, frotar y masajear el cuerpo, y todos
los aparatos que encontró en su camino. La casa se llenó de cadáveres. Parecía
un silencioso cementerio mecánico.
—¡No lo dejes! —gemía Peter mirando el cielo raso, como si le hablase a la
casa, al cuarto de juegos— ;No dejes que papá mate todo! —Se volvió hacia
George—. ¡Te odio!
—No ganarás nada con tus insultos.
—¡Ojalá te mueras!
—Hemos estado realmente muertos, durante muchos años. Ahora vamos a vivir. En
vez de ser manejados y masajeados, vamos a vivir. Wendy seguía llorando y Peter
se unió otra vez a ella.
—Sólo un rato, un ratito, sólo un ratito —lloraban los niños.
—Oh, George —dijo Lydia—, no puede hacerles daño.
—Bueno… bueno. Aunque sólo sea para que se callen. Un minuto, nada más,
¿oísteis? Y luego lo apagaremos para siempre.
—¡Papá, papá, papá! —cantaron los niños, sonriendo, con las caras húmedas.
—Y en seguida saldremos de vacaciones. David McClean llegará dentro de medía
hora, para ayudarnos en la mudanza y acompañarnos al aeropuerto. Bueno, voy a
vestirme. Enciéndeles el cuarto un minuto, Lydia. Pero sólo un minuto, no lo
olvides.
Y la madre y los dos niños se fueron
charlando animadamente, mientras George se dejaba llevar por el tubo neumático
hasta el primer piso, y comenzaba a vestirse con sus propias manos. Lydia
volvió un minuto mis tarde.
—Me sentiré feliz cuando nos vayamos —suspiró la mujer.
—¿Los has dejado en el cuarto?
—Quería vestirme. ¡Oh, esa África horrorosa! ¿Por que les gustará tanto?
—Bueno, dentro de cinco minutos partiremos para Iowa. Señor, ¿cómo nos hemos
metido en esta casa? ¿Que nos llevó a comprar toda esta pesadilla?
—El orgullo, el dinero, la ligereza.
—Será mejor que bajemos antes que los chicos vuelvan a entusiasmarse con sus
condenados leones. En ese mismo instante se oyeron las voces infantiles.
—¡Papá, mamá! ¡Venid pronto! ¡Rápido! Jorge y Lydia bajaron por el tubo
neumático y corrieron hacia el vestíbulo. Los niños no estaban allí.
—¡Wendy! ¡Peter!
Entraron en el cuarto de juegos. En la selva sólo se veía a los leones,
expectantes, con los ojos fijos en George y Lydia.
——¿Peter, Wendy?
La puerta se cerró de golpe.
—¡Wendy, Peter!
George Hadley y su mujer se volvieron y corrieron hacia la puerta.
—¡Abrid la puerta! —gritó George Hadley moviendo el pestillo—. ¡Pero han
cerrado del otro lado! ¡Peter! —George golpeó la puerta—. ¡Abrid! Se oyó la voz
de Peter, afuera, junto a la puerta.
—No permitan que paren el cuarto de juegos y la casa. El señor George Hadley y
su señora golpearon otra vez la puerta.
—Vamos, no seáis ridículos, chicos. Es hora de irse.
El señor McClean llegará en seguida y… Y se oyeron entonces los ruidos.
Los leones avanzaban por la hierba amarilla, entre las briznas secas, lanzando
unos rugidos cavernosos. Los leones. El señor Hadley y su mujer se miraron.
Luego se volvieron y observaron a los animales que se deslizaban lentamente
hacia ellos, con las cabezas bajas y las colas duras. El señor y la señora
Hadley gritaron. Y comprendieron entonces por qué aquellos otros gritos les
hablan parecido familiares.
—Bueno, aquí estoy —dijo David
McClean desde el umbral del cuarto de los niños—. Oh, hola —añadió, y miró
fijamente a las dos criaturas. Wendy y Peter estaban sentados en el claro de la
selva, comiendo una comida fría. Detrás de ellos se veían unos pozos de agua, y
los pastos amarillos. Arriba brillaba el sol. David McClean empezó a
transpirar—. ¿Dónde están vuestros padres? Los niños alzaron la cabeza y
sonrieron.
—Oh, no van a tardar mucho.
—Muy bien, ya es hora de irse.
El señor McClean miró a lo lejos y vio que los leones jugaban lanzándose
zarpazos, y que luego volvían a comer, en silencio, bajo los árboles sombríos.
Se puso la mano sobre los ojos y observó atentamente a los leones. Los leones
terminaron de comer. Se acercaron al agua. Una sombra pasó sobre el rostro
sudoroso del señor McClean. Muchas sombras pasaron. Los buitres descendían
desde el cielo luminoso.
—¿Una taza de té? —preguntó Wendy en medio del silencio.
TEXTO : "FAUSTO" DE GOETHE - PRÓLOGO EN EL CIELO
INFORMACIÓN GENERAL PARA "LA DIVINA COMEDIA"
FUENTE: "DANTE" de JULIO DODERA
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"EL INGENIOSO HIDALGO DON QUIJOTE DE LA MANCHA" MIGUEL DE CERVANTES
http://quijote.bne.es/libro.html
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CUENTO "EL PRÍNCIPE FELIZ" O. WILDE
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/wilde/el_principe_feliz.htm
__________________________________________________________________________________
Macbeth de W. Shakespeare
www.esja.edu.ar/descargas/libros_s/shakespeare_macbeth.pdf
___________________________________________________________________________________
RIMAS DE G. A. BÉCQUER
albalearning.com/audiolibros/becquer/
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LA DIVINA COMEDIA de Dante
lentos, cuando llegamos a la estrecha
garganta, donde Hércules plantó
las dos columnas, prohibiendo pasar.
Dejé a Sevilla a mi derecha,
y antes Ceuta a la izquierda. —“¡Oh,
hermanos! —les dije—. Tras arrostrar
mil peligros, habéis arribado
a Occidente. No os queráis negar
la gloriosa experiencia de alcanzar
las riberas del mundo reservado,
que todavía no le fue entregado
al hombre y se halla en este mar,
siguiendo el sol. Ya va a terminar
la vida. Ved que no se os ha dado
para pasar como brutos, sino
para lograr la virtud y la ciencia”.
___________________________________________________________________________________
LA BIBLIA versión Reina Valera
media.ldscdn.org/pdf/lds-scriptures/holy-bible/holy-bible-spa.pdf
Salmo de David. Nº23.
1 El SEÑOR es mi pastor,nada me faltará.
2 En lugares de verdes pastos me hace descansar;
junto a aguas de reposo me conduce.
3 El restaura mi alma;
me guía por senderos de justicia
por amor de su nombre.
4 Aunque pase por el valle de sombra de muerte,
no temeré mal alguno, porque tú estás conmigo;
tu vara y tu cayado me infunden aliento.
5 Tú preparas mesa delante de mí en presencia de mis enemigos;
has ungido mi cabeza con aceite;
mi copa está rebosando.
6 Ciertamente el bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida,
y en la casa del SEÑOR moraré por largos días.
_________________________________________________________________________________
Oda a Leuconoe Horacio
DARSE CORTE de Julio César Castro (Juceca)
Entre los que viven del corte, se destacan los cirujanos y los modistos. Y los sastres. Pero, mientras los sastres y los modistos cortan para vestirlo, los cirujanos tienen que desnudarlo para poder cortar. No obstante, cuando lo agarra un sastre, al hombre hay que medirlo antes de cortar, en cambio, si lo agarra un cirujano, generalmente hay que tomarle las medidas después.
Vistosos siguen siendo los cortes en el baile. Para ser un bailarín con corte, no es suficiente lucir en el rostro una cicatriz. Como se sabe, el baile con cortes y quebradas, tiene su origen en la costumbre de bailar con el cuchillo en la cintura, y en quebrarse en lío con un rival alguna silla en las costillas. De ahí, también, quizás, la sentada. Hay quien se corta cambiando un vidrio, rebanando pan, abriendo una lata de conservas o rasurando su barba. Son los que acostumbran decir:
- A mí, che, qué querés que te diga, a mí me gusta cortarme solo.
Hay quien vive del corte de los naipes, quien del corte de pelo, hay
quienes cortan césped a domicilio y los hay que la toman cortada con jerezano. Los niños, en la escuela, se desafiaban cortando para la salida. Ya más grande, el muchacho pretende que la botija más linda del barrio le dé corte. Y cuando se le arrima para el chamuyo, es muy probable que de atolondrado, se quede cortado. Hasta que se casa, y entonces sí, se le corta todo.
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