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TEXTOS

TEXTOS PARA EL TALLER DE  TEATRO 2023  


    ¿Cómo dijo?  

ACTO 1

El viajero. (Apareciendo a espaldas del campesino.) ¡Eh, buen hombre… ¡Buen Hombre! (El campesino no le atiende.) ¡Ni que fuera sordo como yo! (le toca un hombro) ¡Oiga!

El campesino. ¡Hola! ¿Qué tal? ¿Qué desea?

El viajero. Usted, que ha de conocer estos lados.

El campesino. Sí señor; Rudecindo Lagos, para servirle.

El viajero. Hágame el favor de hablar más alto, porque soy bastante sordo.

El campesino. Si no grita más, no podré entenderlo, porque soy un poco torpe de oído.

El viajero. ¿Podría indicarme dónde queda la estancia “Los Leones”?

El campesino. ¡Claro que tienen fragancia mis melones! Es que son muy buenos, le haré traer algunos para que los pruebe.

El viajero. ¿Nueve? ¿Nueve qué? ¿Nueve leguas? ¿Tanto? ¡No puede ser!

El campesino. (La patrona aparece en este momento.) Sí, ésta es mi mujer. (A la patrona.) Oye. Tráele a este hombre una docena de melones, para que elija algunos.

La madre. ¡Ah, muy bien! ¿Así que este caballero quiere tener relaciones con nuestra hija? Tanto gusto, señor. En seguida se la presentaremos. (Gritando hacia el interior de la casa.) ¡Mariquita!… ¡Mariquita!… Esa chica es más sorda que yo, todavía… Un momento, siéntese… (Se introduce en la casa.)

El viajero. ¿De modo que usted dice que la estancia “Los Leones” queda a nueve leguas de aquí?

El campesino. Sí, señor; se lo he dicho y se lo repito. La fragancia de mis melones es exquisita… (Aparece la patrona.)

La madre. No grites, hombre; aquí está Mariquita. (A su hija.) Bueno, hija aquí tienes a tu pretendiente…

Mariquita. ¡Ay, mamá!, ¿cuántas veces quiere que le diga que no me duelen los dientes ni nada?

La madre. ¿Qué no tiene nada? ¿Y tú qué sabes? A lo mejor resulta que es rentista.

Mariquita. ¡Mamá!, por favor, ¿para qué quiero yo un dentista, si no tengo enferma la boca?

La madre. Ya sabes que tu madre pocas veces se equivoca: ha de ser rentista nomás.

El campesino. ¿Y los melones, mujer?

La madre. Es lo que yo le digo, ¿por qué te pones así, hija?

El campesino. Pero, si no les traes ninguno, ¿cómo quieres que elija?

La madre. Es que tú sabes cómo es esta niña; ella quiere salirse siempre con la suya. (Al viajero.) Ésta es mi hija, se llama Mariquita.

El viajero. ¿Cómo cerquita, si su esposo me ha dicho que faltan nueve leguas?

La madre. (Al campesino.) ¿Qué dice este hombre de las yeguas?

El viajero. Sí, y como ya de luz quedan pocas horas.

Mariquita. No, todavía no soy señora.

El viajero. No sé, ni siquiera si es bueno el camino.

Mariquita. ¡Ah, yo no pretendo que usted sea adivino! Sólo le he dicho que sigo soltera.

El viajero. ¡Ah!, ya entiendo: ¿llegando a la tranquera, sigo hasta la derecha? ¿Y de ahí, a “Los Leones”?

El campesino. ¡Ah!, como buenos le aseguro que son buenos. Y puedo mandarle todos los que quiera…

El viajero. Sí, ya me dijo la señorita: de la tranquera, a la derecha.

La madre. Yo no digo que usted no quiera a la chica, pero convendría que fijara fecha…

El viajero. (Desapareciendo.) Bueno, hasta otra vez, y perdonen la molestia.

La madre. ¡Oiga, oiga! ¡Más bestia será usted, atrevido!

El campesino. ¿Qué? ¡Tiene razón!, no iba a esperar hasta mañana que le trajeras los melones.

La madre. Y no. Jamás consentiré que nuestra hija tenga relaciones con semejante gente.

Mariquita. Déjelo que se vaya; total, aquí a nadie le duelen los dientes.

El campesino. No es que te lo reproche, pero hubiera comprado tres o cuatro…

Mariquita. ¡Ay, qué bueno eres, papá! ¿Oyes, mamá? Dice que nos llevará al teatro a ver las comedias.

La patrona. ¡Cierto! Ya me había olvidado que tenía que zurcirle las medias. ¿Sabes dónde he dejado la lana azul?

Mariquita. ¡No me digas! ¿La comedia de Barba Azul? ¡Qué bonito título! ¡Ay, qué contenta estoy, madre mía!

La madre. Es lo que digo siempre a tu padre: ¡que Dios nos conserve esta armonía! Porque el día que nos entendamos, esta casa será un infierno…

FIN.

 

"Quién paga el pato" de Mauricio Rosencof

ESCENA I

Son las tres de la tarde de un día otoñal. Un hombre, con un pato de raza criolla y sexo masculino agarrado por las patas, se detiene ante el hogar de Doña Euviges Garcette de Marimón. Toca timbre y Doña Eduviges sale a atender.


EDUVUGES- ¿Qué deseaba?

SEÑOR- Buenas tardes, señora. Su marido me manda para que le deje este pato... Dice que lo prepare para la noche porque viene con invitados.

EDUVIGES- ¿Para la noche? ¡Y recién me lo trae! ¿No sabe cuántos son los invitados?

SEÑOR- Creo que son dos, señora.

EDUVIGES- Está bien. ¿Hay que abonar algo?

SEÑOR- No, señora. Está pago.

EDUVIGES- En fin... Traiga... ¿Está seguro que es para acá, no?

SEÑOR- ¿Familia Marimón?

EDUVIGES- La misma. Sirvasé... Para usted.

SEÑOR- De ninguna manera, señora. Propinas no. Soy amigo de su esposo.

EDUVIGES- Ah, perdone.

SEÑOR- Buenas tardes... y gracias de cualquier manera.

EDUVIGES- Buenas tardes... buenas tardes...

SEÑOR- Ah, qué cabeza la mía. Casi me olvidaba... Dice su marido que le mande el sobretodo... Como refrescó, sabe.

EDUVIGES- ¿El sobretodo? ¿Cuál?

SEÑOR- El nuevo.

EDUVIGES- En fin... ¿Usted va para la oficina?

SEÑOR- No... pero se lo puedo llevar.

EDUVIGES- Muchísimas gracias. Le voy a dar la bufanda, también... Un momentito ¿eh? Un momentito.


ESCENA II

El mismo día, al anochecer. Marimón de regreso en su hogar.


EDUVIGES- ¿Ya estás de vuelta,querido?

MARIMÓN- Sí, querida.

EDUVIGES- ¿Está muy fresco afuera?

MARIMÓN- Regular...

EDUVIGES- ¿A qué hora llegan los invitados?

MARIMON- ¿Qué invitados?

EDUVIGES- Los que ibas a traer para comer el pato.

MARIMÓN- ¿Qué pato?

EDUVIGES- El que me mandaste hoy de tarde.

MARIMÓN- ¿Yo?

EDUVIGES- Pero viejo. El pato que me mandaste por el amigo ese que te llevó el sobretodo.

MARIMÓN- ¿Qué sobretodo?


ESCENA III

En la Comisaría. Está Marimón muy indignado frente al escribiente.


MARIMÓN- ¿Se da cuenta? Toma nota... tome nota.

ESCRIBIENTE- Un momentito... un momentito... ¿No ve que tengo que escribir a mano?

MARIMÓN- Parece mentira, amigo. Ni máquina de escribir tienen.

ESCRIBIENTE- Tenemos... tenemos.

MARIMÓN- ¿Dónde?

ESCRIBIENTE- En la chacra del Comisario. Recién nomás la vino a buscar un amigo... Muy servicial el hombre. El Comisario nos mandó por él una yunta de pollos de regalo... Mírelos... ahí están. ¿Cómo era su asunto,amigo? Le llevaron un pato ¿y qué más?

~Telón lento~

LA ZAPATERA PRODIGIOSA – FEDERICO GARCÍA LORCA (  Obra teatral- frag.)

Al levantarse el telón, la ZAPATERA viene de la calle toda furiosa y se detiene en la puerta. Viste un traje verde rabioso y lleva el pelo tirante, adornado con dos grandes rosas. Tiene un aire agreste y dulce al mismo tiempo.

ZAPATERA. -  Cállate, larga de lengua, penacho de catalineta, que si yo lo he hecho... si yo lo he hecho, ha sido por mi propio gusto... Si no te metes dentro de tu casa te hubiera arrastrado, viborilla empolvada; y esto lo digo para que me oigan todas las que están detrás de las ventanas. Que más vale estar casada con un viejo, que, con un tuerto, como tú estás. Y no quiero más conversación, ni contigo ni con nadie, ni con nadie, ni con nadie.  (Entra dando un fuerte portazo.)  Ya sabía yo que con esta clase de gente no se podía hablar ni un segundo... pero la culpa la tengo yo, yo y yo... que debía estar en mi casa con... casi no quiero creerlo, con mi marido. Quién me hubiera dicho a mí, rubia con los ojos negros, que hay que ver el mérito que esto tiene, con este talle y estos colores hermosísimos, que me iba a ver casada con... me tiraría del pelo. 

 «EL MUNDO» de Eduardo Galeano 

Narrador. Un hombre del pueblo de Neguá, en la costa de Colombia, pudo subir al alto cielo.

1.A la vuelta contó. Dijo que había contemplado desde arriba, la vida humana.

2. Y dijo que somos un mar de fueguitos.

4.-El mundo es eso -reveló- un montón de gente, un mar de fueguitos.

5. Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás.

6. No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores.

7. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento 8. y gente de fuego loco

que llena el aire de chispas.  9. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman;

10. pero otros arden la vida con tanta pasión que no se puede mirarlos sin parpadear,

11. y quien se acerca se enciende.

(De Eduardo Galeano «EL LIBRO DE LOS ABRAZOS», texto en prosa )


MI FAMILIA ESTÁ ENCHUFADA    DE   MARCIANO DURÁN ( Adaptación teatral)

 EL PADRE - Encontré un artículo en el diario que me dejó helado. El título decía:  "Mesa de comedor en vías de desaparición en Gran Bretaña". El artículo explicaba que, debido a la falta de espacio, a la televisión, al auge de los dispositivos móviles y a la disgregación familiar, mientras aumentaba asombrosamente la venta de muebles de oficina cada vez caía más la venta de mesas de comedor.  ¡Es más! ¡¡Uno de cada cuatro hogares británicos no tiene mesa de comedor!! ¡Y de los que la tienen, sólo el 31 por ciento la utiliza en ocasiones especiales como la Navidad! Entonces me empecé a dar manija y a convencerme de que el mundo está cambiando justo en el momento en que yo voy pasando. Ya sé... es una visión bastante egocentrista esa de creer que el mundo cambia justo cuando yo me doy cuenta, que somos la generación bisagra, que antes de nosotros no cambió casi nada y que después nada cambiará. Apenas si se inventó la escritura, nació Jesús, descubrieron América, Artigas peleó con los perros cimarrones, llegamos a la luna, salimos campeones en el 50. Me empecé a dar manija con el tema de la tecnología y pensé que a mí no me pasarían nunca esas cosas horribles.

Claro... seguro que en Gran Bretaña hay muchos matrimonios divorciados. Seguro que los pocos que siguen casados tienen empleadas que les dan de comer a los niños en otro horario. Claro. lo más probable es que trabajen ambos, entonces no se ven a mediodía. Seguro que los hijos hacen doble horario en el colegio y comen allí. Lo más probable es que muchos pidan comida rápida por teléfono y coman sentados con la bandeja en la falda mirando televisión. Casi seguro que otros están en la mesa de la computadora con la muzzarella chorreando cerca del teclado. ¡Ojo al piojo!¡Este es solo el comienzo!¡¡Nos van a sacar todas las mesas y todos los muebles que sirvan para encontrarnos!! Un día de estos, cuando yo esté distraído se llevarán todas las sillas de Gran Bretaña, de Francia y de Rincón de la Bolsa. Habrá que sentarse sólo en sillas con rueditas de oficina. ¡Y después vendrán por las nuestras! No se necesitarán cocinas porque la gente ya tiene el delivery, desaparecerán los platos y las fuentes, los bancos de plaza, las bicicletas dobles y los sillones de tres cuerpos, las camas matrim... ¡¡¡¡las caaaamas!!!! ¿Para qué pueden querer una cama si se duermen en el sillón mirando televisión?¡¡¡Qué nadie se atreva a tocar a mi cama!!! Seguro que las familias no se verán ni en Navidad y las esposas le enviarán mensajes de texto a sus esposos con una foto de un bebé en el celular:

"Gdo tqm, ¿sbs? El sbdo tuve 1 bb es h, yamm, es = al hno cmnkt x100prejtos. Va pic"Seguro que inventarán sillones como los juegos de las maquinitas donde se pueda comer, dormir, jugar, chatear, trabajar e incluso le agregarán alguna función: insertar-objeto-inodoro. Me acerqué a casa con la promesa de no permitirlo, me fui aproximando con la intención de empezar a comunicarnos más, de hablar, de no dejar que la tecnología nos robe las mesas, los encuentros, el amor, las Navidades, la Semana Santa, La Batalla de la Piedras y la Noche de la Nostalgia. Apenas llegue le voy a hablar a mi hija de la menstruación. Hoy le voy a explicar todo eso y a mi hijo le voy a decir que no se deje tocar en ninguna parte por ningún señor que no conozca, le voy a hablar de los peligros de los vestuarios, de la marihuana. A mi otra hija le voy a hablar de los reyes, del embarazo y del alcohol. Con mi mujer hablaré de nuestra intimidad. ¡Está bien! ¡debí haberlo hablado antes, pero recién ahora me encontré con este artículo de la mesa en Gran Bretaña! ¡¡¡No me robarán a mi familia!!! ¡¡¡No permitiré que se queden con lo que más quiero!!! (Me acerqué por el corredor repitiendo una y otra vez lo que iba a decir al abrir la puerta):

 --Gorda, chiquilines, a conversar, a almorzar juntos, a hablar de nuestros problemas. Por suerte somos una familia uruguaya que conversa y no somos británicos. A sentarse alrededor de la mesa de comedor.

(Abrí la puerta y les dije): --Gorda, chiquil. gorda. ¡¡¡CHIQUILINEEEES!!!"

(Nadie me dio pelota. Mi mujer miraba el teleteatro, mi nene mascaba chicles, escuchaba música con auriculares y jugaba al play-station, mi hija mayor no paraba de chatear con sus amigos y mi hija menor tecleaba desesperadamente con el pulgar en el celular que le trajo Papá Noel. Repetí ahora con un poco más de fuerza, es decir grité): --GOOORDAAA, CHIQUILINEEEEEES!!- (y me sentí absolutamente ignorado). ¡Mi familia está enchufada!

EL PADRE --Luci. Lucianita... tenemos que hablar. (dije casi con desesperación, y senté a mi hija sobre mi falda.) Hay un momento en la vida en que el ciclo, es decir. esteeee.... el mes. o sea. hay un momento en que la mujer se hace mujer... y... esteeee... la vida comienza (dije con algo de vergüenza). No te asustes cuando veas los cambios, ese día notarás que.

LUCIANITA –Papá, quisiera decirte dos cosas. Una: que esta silla es de plástico y no vaa aguantar, yo peso 65 kilos porque ya tengo 19 años. Dos: me parece medio tarde para arrancar con este tema.

EL PADRE --Bien... entonces hablemos de algún dragoncito. --¿Dragoncito? --Claro, algún amigovio. El tema es así: ellos primero te van a querer dar un beso y con la excusa del frío te van a pasar el brazo por el hombro ¡Ojo Lucianita, ojo! ¡Te quieren tocar!

LUCIANITA --Papá ¿no te jode conversar después? Tengo a Esteban en el messenger y me pregunta si nos vemos esta noche. A propósito, creí que sabías que hace un año que salimos con Esteban. ¿Cómo que salen? ¿Tienes novio, Lucianita?

(Como no me contestó me dirigí a mi hija menor que parecía tener un dedo pulgar electrónico. No paraba de darle al dedo gordo, miraba hipnotizada la pantallita del celular, se reía, se enojaba y le daba al dedo como cuando yo trabajaba de telegrafista en el ferrocarril.)

EL PADRE --Laurita, largando el aparato mi amor, llegó papito. --........ --Papito, llegó papito. --......... --¡PAPITOOOOOO! ¡LLEGÓÓÓ PAPITOOOOOOOO!

LAURITA --Hola papá, n t Esch xq estaba cht. -No te entiendo Laurita. ¿Podemos hablar de los Reyes Magos, de Papá Noel y del Ratón Pérez? --Tng q acer es trd , xdon, salu2, a2.

EL PADRE--¿Sabés que no te entiendo nada? ¿Podés dejar de hablar en chino? Mirá. el Ratón Pérez...

LAURITA - ¿Qué ratón?

EL PADRE - El ratón Pérez… que cuando se te cae un diente y lo ponemos debajo de la almohada...

LAURITA – ¿Papá, podés callarte un poco que no puedo leer los mensajes?

EL PADRE - Bien (creo que debo probar con Santiaguito). -- Iujuuuu. Santiaguitoooo. (Mi hijo movía la cabeza al ritmo de la música que seguramente estaba escuchando, pero nada. Ni pelota. Salté adelante, abriendo y cerrando las piernas, y haciendo señas con los dos brazos como los tipos que estacionan aviones. Me fui al dormitorio y lo llamé por teléfono al celular. Yo no lo veía, pero seguro que le vibró en el bolsillo y dijo):

SANTIAGUITO --¿Qué hay?

EL PADRE --Hay yo, mi amor. Es papá.

SANTIAGUITO --¿Qué onda Pá? ¿Qué hacés en el tubo?

EL PADRE --Tenemos que hablar Santiaguito, es sobre los vestuarios.

SANTIAGUITO --¿Los vestuarios?

EL PADRE --Si, es sobre si te quieren tocar.

SANTIAGUITO--¿Cambiaste de marca de vino, papá?

EL PADRE --No, es que... es por lo de la mesa del comedor y me gustaría ver cómo va la escuela. SANTIAGUITO -Papá...estoy en tercero del liceo ¿Estás consumiendo algo más que vino?

EL PADRE - ¿Podemos vernos personalmente Santiaguito?

SANTIAGUITO --Ahora estoy complicado. Es más, tendrías que cortar porque me está por llamar mamá.

EL PADRE --Pero... si tu mamá está al lado tuyo.

SANTIAGUITO –Ya sé, en los reclames me manda mensajes de texto que son baratísimos. Son más baratos que hablar personalmente. Lo más barato que existe en el mundo es mandar mensajes de texto.

EL PADRE (Corté. Fui otra vez al comedor, me paré a la espalda a mi esposa , apoyé las manos en sus hombros y le dije)

EL PADRE --Amor, algo grave está pasando en esta familia.

MARIANA --¡¿Nos van a cortar el ADSL?!

EL PADRE --Peor querida, peor.

MARINA --¿¡¡El Cable, van a cortar el cable!!?

EL PADRE -- ¡Peor!

MARIANA --En los reclames, viejo, en los reclames me lo contás.

EL PADRE –Es importante, te hablo de la falta de comunicación. Antes no me podía comunicar con mis padres porque todo era tabú y prejuicios, no me tenían en cuenta, lo que yo hablaba no le importaba a nadie. Ahora que cayeron los prejuicios y el tabú y yo le doy pelota a los gurises, los medios de comunicación nos tienen incomunicados. ¡Y eso que todavía tenemos la mesa de comedor!

MARIANA --¡Pará Javier por favoooor!!—(gritó mi mujer sin sacar los ojos de la pantalla) -  es el último capítulo de la comedia  ... es terrible, creo que no se quedan juntos los protagonistas.  ¿Qué miércoles te pasa con la mesa?

EL PADRE --Nooooooooo. (Me voy …. sí me voy a vivir al medio del campo, entre los animales. ¡Total, para estar comunicado así, más vale estar incomunicado! ........ ¡¡¡Ah!!! Me llevo la mesa de comedor.

"DÍA DEL AGUA"  DE EDUARDO GALEANO

Del agua brotó la vida. Los ríos son la sangre que nutre la tierra, y están hechas de agua las células que nos piensan, las lágrimas que nos lloran y la memoria que nos recuerda.

La memoria nos cuenta que los desiertos de hoy fueron los bosques de ayer, y que el mundo seco supo ser mundo mojado, en aquellos remotos tiempos en que el agua y la tierra eran de nadie y eran de todos.

¿Quién se quedó con el agua? El mono que tenía el garrote. El mono desarmado murió de un garrotazo. Si no recuerdo mal, así comenzaba la película 2001 Odisea del espacio.

Algún tiempo después, en el año 2009, una nave espacial descubrió que hay agua en la luna. La noticia apresuró los planes de conquista.

Pobre luna

Pertenece al libro “Los hijos de los días”, Eduardo Galeano.

“LAS DE BARRANCO” DE GREGORIO DE LAFERRÈRE.  (OBRA TEATRAL)                  Fragmento del Acto I

CARMEN (con angustia) —¡Pero si precisamente es lo que no puedo! No lo hago por él… ¡lo hago por mí! En cada uno de sus regalos veo el pago anticipado de esa sonrisa que me pretende arrancar… y me indigna tanto, me da tanta rabia y tal vergüenza ¡que siento ganas de tirarle por la cara con la porquería que me trae! (Con un gesto de rabia)

DOÑA MARÍA (Con tono impe­rativo y lleno de amenaza) Y ahora, lleve adentro esas blusas y ¡cuidado con que cuando venga Rocamora no le dé usted las gracias con toda amabilidad!… (Carmen, en silencio, se dirige sumisamente hacia el sitio donde se encuentra la caja de blusas y en ese momento golpean las manos hacia la derecha) Pero ¡miren cómo han puesto el suelo de papeles! (Empieza a levantar papeles) ¡Si no digo! ¡Estas haraganas no sirven para nada! (Gritando) ¡Manuela!… (Aproximándose hacia la izquierda y en voz alta hacia el exterior) ¡Manuela!…

VOZ DE MANUELA (desde el interior) —¿Qué quiere?

DOÑA MARÍA —Vení para acá (sigue recogiendo papeles), vení a ver cómo está esto.

VOZ DE MANUELA —No puedo, me estoy haciendo los rulos…

DOÑA MARÍA (gritándole mientras sigue en la tarea de recoger papeles) —¡Yo te voy a dar rulos, sinvergüen­za! ¡Deja no más! (En otro tono leyendo la inscripción de un trozo de papel que recoge del suelo) Se alquila… (Leyendo la del otro papel) ¡Mire, esto! Se alquila con h. ¡Para qué les habrá servido la escuela a estas inser­vibles! (Leyendo rápidamente la inscripción de otro papel) ¡Otra!… pieza con z… (como dudando) con z… con z…¡Qué barbaridad! ¡Parece mentira!… (Interrumpiendo bruscamente la tarea para aproximarse de nuevo a la izquierda y gritando) Decime, ¿le prendiste el cabo de vela a San Antonio?

VOZ DE MANUELA —No sé, yo le dije a Pepa. (Gritando) ¡Pepa! ¡te llama mamá!…

[2]

(Aparece por la derecha doña Rosario saludando con la cabeza y precedida de Carmen).

CARMEN —Mamá, esta señora viene por la pieza desalquilada.

DOÑA MARÍA (muy amable) —Pase adelante, señora, pase adelante (tira a un lado una pelota de papel que ha ido formando con los pedazos recogidos del suelo).

DOÑA ROSARIO —Sí, señora. Como vi papel en el balcón…

VOZ DE MANUELA (en el interior) —¡¡Pepa!!

DOÑA MARÍA —Sí, sí… tome usted asiento (le señala una silla).

DOÑA ROSARIO (sentándose) —Pero me dice esta señorita que la pieza es muy chica…

DOÑA MARÍA —¿Chica? ¡Qué ha de ser chica, señora! (Dirige una mirada furibunda a Carmen) Es una pieza muy decente… Ya la verá usted… (A Carmen) Anda, abrila, que en seguida vamos nosotras.

VOZ DE MANUELA (mientras Carmen se va por el foro) —¡Pepa, te digo que te llama mamá!

DOÑA MARÍA (a doña Rosario) —Pues ayer quedó desocupada. ¡Oh!, estoy segura de que le va a gustar mucho.

VOZ DE MANUELA —¡Bueno, a mí qué me importa!… ¡Yo te digo lo que dice ella!

DOÑA MARÍA (después de dirigir una mirada de inquietud hacia la izquierda y con cierta nerviosidad) —Durante mucho tiempo ha vivido la viuda de un coronel. ¡Como ésta es una casa tranquila!… No tengo sino solo un inquilino, un estudiante de las provincias.

VOZ DE MANUELA (levantando fuerza) —Más zonza serás vos… ¿entendés?

DOÑA MARÍA (apresuradamente y muy nerviosa) —Estudiante de medicina… ¿Sabe? de medicina.

VOZ DE MANUELA —¡La idiota sos vos!… ¿Qué te has creído?

DOÑA MARÍA (con tono de regaño, en alta voz y mirando hacia la izquierda) —¡Manuela!

VOZ DE PEPA (más lejana que la de Manuela) —¿A que no me lo repetís?

DOÑA MARÍA (levantando la voz) —¡¡Niñas!!…

VOZ DE PEPA (con la misma fuerza que la de Manuela) —¡Guaranga!

VOZ DE MANUELA —¡Estúpida! (Se produce una gritería en la que las dos voces se insultan).

DOÑA MARÍA (sofocada) —Discúlpeme usted… (dirigiéndose precipitadamente hacia la izquierda) ¡Niñas!…

PEPA (apareciendo bruscamente por la izquierda y con la cara descompuesta) —¿Es cierto que usted me llama?… (se detiene sorprendida al encontrarse con doña Rosario).

DOÑA MARÍA (con voz contenida por la ira) —Esta señora viene a alquilar la pieza… (señala a doña Rosario).

PEPA (a doña Rosario y tratando de sonreír) —Perdone, señora… ¡estábamos jugando!

MANUELA (apareciendo a su vez por la izquierda muy sofocada y con la cabeza llena de papelitos) —¡Mentira!, mamá, ¡ha sido ella!… (se detiene confusa).

CARMEN (apareciendo por el foro) —Ya está abierta la pieza, pueden pasar.

DOÑA MARÍA (a doña Rosario, con voz apagada y señalando a Manuela, Pepa y Carmen) —Son mis tres hijas… (En otro tono) ¿Quiere que pasemos?… (le indica el foro).

 

DOÑA ROSARIO. —Vamos, señora. (Se dirigen ambas hacia el foro, y Manuela, Pepa y Carmen las miran salir en silencio. Antes de desaparecer doña María y sin que doña Rosario se aperciba, hace señas de amenaza a Manuela y Pepa).

PEPA (a Manuela) —Ahí tenés lo que has sacado… ¿ves?

MANUELA (encogiéndose de hombros) —¿Y acaso tengo yo la culpa? ¿por qué no viniste cuando te llamé?

CARMEN —¿Qué ha sucedido?

PEPA —Esta guaranga que se puso a gritar, haciendo un escándalo que ha oído esa vieja.

CARMEN (con tristeza) —¡Ustedes siempre lo mismo!… (Mientras se adelantan unos pasos hacia la derecha) ¿Cuándo acabarán estas cosas? (Continúan discutiendo las tres, Morales ha aparecido un momento antes por el foro y deteniéndose en la puerta ha oído las últimas pala­bras de la escena anterior).

MORALES (riendo) —¡Lo de siempre!… (se adelanta).

CARMEN (sonriendo) —¡Qué quiere!… ¡No pueden vivir sin pelear! (En otro tono) ¿Ya se va al hospital? […]

MORALES (riendo) —Y qué milagro… ¿No ha venido nadie?

CARMEN—Nadie… ¿por qué?

MORALES —Como al Rocamora ése lo veo con tanta frecuencia…

CARMEN (haciendo un gesto de indiferencia) — ¡Ah!… (deja de reír).

MORALES —Y antenoche había otro nuevo… Me dijeron que se llamaba Barroso… ¿no?

CARMEN —Sí, es un dentista de aquí de la esquina.

MORALES (después de mirarla un instante en silencio’)—¡Ah! ¡Carmen…! ¡Carmen…! (Se adelanta hacia ella).

CARMEN—¡Por favor, Morales!… no empecemos. Ya sabe lo convenido. Si hemos de ser amigos… (con amargura) ¡no me mortifique usted también!…

MORALES (apresuradamente y con pena) —Sí… sí… me callo… (En otro tono y sacando del bolsillo un sobre del que toma un papelito) Aquí le he traído el palco, no encontré bajo, pero es adelante (le extiende el billete).

CARMEN (con sorpresa y sin tomar el billete) —¿Palco? … ¿qué palco?

MORALES —Pero el que me pidió su mamá en nombre suyo…

CARMEN (frunciendo el ceño) —Yo no le he pedido nada, Morales.

MORALES (sorprendido) —¡Pero si me dijo la señora que usted deseaba ir al teatro, y que quería que yo le consiguiera localidad!

CARMEN (con dureza) —Es mentira, Morales.

 

MORALES —¿Mentira?

CARMEN (con irritación) —¡Sí, mentira! ¡la eterna mentira que ya me tiene enferma! Son cosas de mi madre… Yo no le he pedido a usted nada. ¡Llévese ese palco!

MORALES (sorprendido) —Bueno, Carmen, bueno… ¡no es para tanto! Además tenga en cuenta que yo…

CARMEN (interrumpiéndolo y reaccionando) —¡Discúlpeme!… (en tono de súplica) Pero… ¡yo se lo ruego!… ¡entiéndame usted bien!… ¡No quiero que me traiga usted nunca nada! (Levantando la voz) Y aunque se lo digan… ¿oye?… ¡aunque se lo digan, no lo crea! (Exal­tándose) ¡Porque mi madre y mis hermanas!… (dete­niéndose y con desaliento) pero… (haciendo un gesto de abatimiento y resignación) al fin es mi madre y son mis hermanas!… (Con voz apagada) No hablemos más, Morales.

MORALES (con gravedad y mirándola fijamente) —Sí, Car­men, sí, lo comprendo…

CARMEN (exaltándose de nuevo) —¡Que hagan lo que quie­ran!… ¡Pero por lo menos que me dejen a mí!… ¡que no me mezclen a mí! (con desesperación) ¡ Yo no quiero…! ¡yo no puedo!

MORALES —Cálmese. No me perdono haberle causado esta contrariedad.

CARMEN (exaltada) —¡Es que es de todos los días!… ¡A cada rato!… ¡usted lo sabe!… ¡es con todos, con todos los que vienen a esta casa! ¡Y siempre soy yo el precio!… ¡siempre!… ¡Ah!… ¡Si supieran el efecto que me hacen estas cosas!… ¡Si supieran cómo me duelen!… ¡cómo me lastiman!… ¡todo lo que sufro!… (Doña María y Doña Rosario aparecen en el foro discutiendo).

DOÑA ROSARIO —Imposible, señora, imposible… ¿Para qué?

DOÑA MARÍA (agriamente) —¡Pues no sé dónde va a encon­trar mejor, ni más barata!

DOÑA ROSARIO —Eso es cuestión mía, señora. Adiós (se dirige hacia la derecha haciendo un saludo con la cabeza a Carmen y a Morales).

DOÑA MARÍA (gritándole rabiosa) —¡Alquile la plaza Vic­toria, y así tendrá jardín!…

DOÑA ROSARIO (dándose vuelta antes de salir) —¡Y usted a su pieza póngale unos palitos y le resultará pajarera!…

DOÑA MARÍA (avanzando rabiosa, a gritos) —¡Con usted adentro como lechuza! (Después de asomarse hacia el exterior, a Carmen) ¿Miren la facha!  (Mirando furiosa a Carmen) Enseguida das vuelta a San Antonio del lado de la pared. ¡Bonitos inquilinos los que trae!

 

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TEXTOS DE LITERATURA 

LA PRADERA DE R. BRADBURY

 

—George, me gustaría que mirases el cuarto de los niños.

— ¿Qué pasa?
—No sé.
—¿Entonces?
—Sólo quiero que mires, nada más, o que llames a un psiquiatra.
—¿Qué puede hacer un psiquiatra en el cuarto de los niños?
—Lo sabes muy bien.
La mujer se detuvo en medio de la cocina y observó la estufa, que se cantaba así misma, preparando una cena para cuatro.
—Algo ha cambiado en el cuarto de los niños —dijo.
—Bueno, vamos a ver.
Descendieron al vestíbulo de la casa de la Vida Feliz, la casa a prueba de ruidos que les había costado treinta mil dólares, la casa que los vestía, los alimentaba, los acunaba de noche, y jugaba y cantaba, y era buena con ellos. El ruido de los pasos hizo funcionar un oculto dispositivo y la luz se encendió en el cuarto de los juegos, aún antes que llegaran a él. De un modo similar, ante ellos, detrás, las luces fueron encendiéndose y apagándose, automáticamente, suavemente, a lo largo del vestíbulo.
—¿Y bien? —dijo George Hadley.
La pareja se detuvo en el piso cubierto de hierbas. El cuarto de los niños media doce metros de ancho, por doce de largo, por diez de alto. Les había costado tanto como el resto de la casa.
—Pero nada es demasiado para los niños —decía George.
El cuarto, de muros desnudos y de dos dimensiones, estaba en silencio, desierto como el claro de una selva bajo la alta luz del sol. Alrededor de las figuras erguidas de George y Lydia Hadley, las paredes ronronearon, dulcemente, y dejaron ver unas claras lejanías, y apareció una pradera africana en tres dimensiones, una pradera completa con sus guijarros diminutos y sus briznas de paja. Y sobre George y Lydia, el cielo raso , e convirtió en un cielo muy azul, con un sol amarillo y ardiente. George Hadley sintió que unas gotas de sudor le corrían por la cara.
—Alejémonos de este sol —dijo—. Es demasiado real, quizá. Pero no veo nada malo.
De los odorófonos ocultos salió un viento oloroso que bañó a George y Lydia, de pie entre las hierbas tostadas por el sol. El olor de las plantas selváticas, el olor verde y fresco de los charcos ocultos, el olor intenso y acre de los animales, el olor del polvo como un rojo pimentón en el aire cálido… Y luego los sonidos: el golpear de los cascos de lejanos antílopes en el suelo de hierbas; las alas de los buitres, como papeles crujientes… Una sombra atravesó la luz del cielo. La sombra tembló sobre la cabeza erguida y sudorosa de George Hadley.
—¡Qué animales desagradables! —oyó que decía su mujer.
—Buitres.
—Mira, allá lejos están los leones. Van en busca de agua. Acaban de comer —dijo Lydia—. No se qué
—Algún animal. —George Hadley abrió la mano para protegerse de la luz que le hería los ojos entornados—. Una cebra, o quizá la cría de una jirafa.
—¿Estás seguro? —dijo su mujer nerviosamente. George parecía divertido.
—No. Es un poco tarde para saberlo. Sólo quedan unos huesos, y los buitres alrededor.
—¿Oíste ese grito? —preguntó la mujer.
—No.
—Hace un instante.
—No, lo siento.
Los leones se acercaban. Y George Hadley volvió a admirar al genio mecánico que había concebido este cuarto. Un milagro de eficiencia, y a un precio ridículo. Todas las casas debían tener un cuarto semejante. Oh, a veces uno se asusta ante tanta precisión, uno se sorprende y se estremece; pero la mayor parte de los días ¡qué diversión para todos, no sólo para los hijos, sino también para uno mismo, cuando se desea hacer una rápida excursión a tierras extrañas, cuando se desea un cambio de aire! Pues bien, aquí estaba África. Y aquí estaban los leones ahora, a una media docena de pasos, tan reales, tan febril y asombrosamente reales, que la mano sentía, casi, la aspereza de la piel, y la boca se llenaba del olor a cortinas polvorientas de las tibias melenas. El color amarillo de las pieles era como el amarillo de un delicado tapiz de Francia, y ese amarillo se confundía con el amarillo de los pastos. En el mediodía silencioso se oía el sonido de los pulmones de fieltro de los leones, y de las fauces anhelantes y húmedas salía un olor de carne fresca. Los leones miraron a George y a Lydia con ojos terribles, verdes y amarillos.
—¡Cuidado! —gritó Lydia.
Los leones corrieron hacia ellos. Lydia dio un salto y corrió, George la siguió instintivamente. Afuera, en el vestíbulo, después de haber cerrado ruidosamente la puerta, George se rió y Lydia se echó a llorar, y los dos se miraron asombrados.
—¡George!
—¡Lydia! ¡Mi pobre y querida Lydia!
—¡Casi nos alcanzan!
—Paredes, Lydia; recuérdalo. Paredes de cristal. Eso son los leones. Oh, parecen reales, lo admito. África en casa. Pero es sólo una película suprasensible en tres dimensiones, y otra película detrás de los muros de cristal que registra las ondas mentales. Sólo odorófonos y altoparlantes, Lydia. Toma, aquí tienes mi pañuelo.
—Estoy asustada. —Lydia se acercó a su marido, se apretó contra él y exclamó—:
¿Has visto? ¿Has sentido ¡Es demasiado real!
—Escucha, Lydia …
—Tienes que decirles a Wendy y Peter que no lean más sobre África.
—Por supuesto, por supuesto —le dijo George, y la acarició suavemente.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
—Y cierra el cuarto unos días. Hasta que me tranquilice.
—Será difícil, a causa de Peter. Ya sabes. Cuando lo castigue hace un mes y cerré el cuarto unas horas, tuvo una pataleta. Y lo mismo Wendy. Viven para el cuarto.
—Hay que cerrarlo. No hay otro remedio.
—Muy bien. —George cerró con llave, desanimadamente—. Has trabajado mucho. Necesitas un descanso.
—No sé … no sé —dijo Lydia, sonándose la nariz. Se sentó en una silla que en seguida empezó a hamacarse, consolándola—. No tengo, quizá, bastante trabajo. Me sobra tiempo y me pongo a pensar. ¿Por qué no cerramos la casa, sólo unos días, y nos vamos de vacaciones?
—Pero qué, ¿quieres freírme tú misma unos huevos? Lydia asintió con un movimiento de cabeza.
—Sí.
—¿Y remendarme los calcetines?
—Sí —dijo Lydia con los ojos húmedos, moviendo afirmativamente la cabeza.
—¿Y barrer la casa?
—Sí, sí. Oh, sí.
—Pero yo creía que habíamos comprado esta casa para no hacer nada.
—Eso es, exactamente. Nada es mío aquí. Esta casa es una esposa, una madre y una niñera. ¿Puedo competir con unos leones? ¿Puedo bañar a los niños con la misma rapidez y eficacia que la bañera automática? No puedo. Y no se trata sólo de mi. También de ti. Desde hace un tiempo estás terriblemente nervioso.
—Quizá fumo demasiado.
—Parece como si no supieras qué hacer cuando estás en casa. Fumas un poco más cada mañana, y bebes un poco más cada tarde, y necesitas más sedantes cada noche. Comienzas, tú también, a sentirte inútil.
—¿Te parece? George pensó un momento, tratando de ver dentro de sí mismo.
—¡0h, George! —Lydia miró, por encima del hombro de su marido, la puerta del cuarto—. Esos leones no pueden salir de ahí, ¿no es cierto? George miró y vio que la puerta se estremecía, como si algo la hubiese golpeado desde dentro.
—Claro que no —dijo George.
Comieron solos. Wendy y Peter estaban en un parque de diversiones de material plástico, en el otro extremo de la ciudad, y habían televisado para decir que llegarían tarde, que empezaran a comer. George Hadley contemplaba, pensativo, la mesa de donde surgían mecánicamente los platos de comida
—Olvidamos la salsa de tomate —dijo.
—Perdón —exclamó una vocecita en el interior de la mesa, y apareció la salsa. Podríamos cerrar el cuarto unos pocos días, pensaba George. No les haría ningún daño. No era bueno abusar. Y era evidente que los niños habían abusado un poco de África. Ese sol. Aún lo sentía en el cuello como una garra caliente. Y los leones. Y el olor de la sangre. Era notable, de veras. Las paredes recogían las sensaciones telepáticas de los niños y creaban lo necesario para satisfacer todos los deseos. Los niños pensaban en leones y aparecían leones. Los niños pensaban en cebras, y aparecían cebras. En el sol, y había sol. En jirafas, y había jirafas. En la muerte, y había muerte. Esto último. George masticó, sin saborear la carne que la mesa acababa de cortar. Pensaban en la muerte. Wendy y Peter eran muy jóvenes para pensar en la muerte. Oh, no. Nunca se es demasiado joven, de veras. Tan pronto como se sabe qué es la muerte, ya se la desea uno a alguien. A los dos años ya se mata a la gente con una pistola de aire comprimido. Pero esto… Esta pradera africana, interminable y tórrida… y esa muerte espantosa entre las fauces de un león. Una vez, y otra vez…
—¿A dónde vas? —preguntó Lydia. George no contestó. Dejó, preocupado, que las luces se encendieran suavemente ante él, que se apagaran detrás, y se dirigió lentamente hacia el cuarto de los niños. Escuchó con el oído pegado a la puerta. A lo lejos rugió un león. Hizo girar la llave y abrió la puerta. No había entrado aún, cuando oyó un grito lejano. Los leones rugieron otra vez. George entró en África. Cuántas veces en este último año se había encontrado, al abrir la puerta, en el país de las Maravillas con Alicia y su tortuga, o con Aladino y su lámpara maravillosa, o con Jack Cabeza de Calabaza en el país de Oz, o con el doctor Doolittie, o con una vaca que saltaba por encima de una luna verdaderamente real… con todas esas deliciosas invenciones imaginarias.
Cuántas veces se había encontrado con Pegaso, que volaba entre las nubes del techo; cuántas veces había visto unos rojos surtidores de fuegos de artificio, o había oído el canto de los ángeles. Pero ahora… esta África amarilla y calurosa, este horno alimentado con crímenes. Quizá Lydia tenía razón. Quizá los niños necesitaban unas cortas vacaciones, alejarse un poco de esas fantasías excesivamente reales para criaturas de no más de diez años. Estaba bien ejercitar la mente con las acrobacias de la imaginación, pero ¿y si la mente excitada del niño se dedicaba a un único tema? Le pareció recordar que todo ese último mes había oído el rugir de los leones, y que el intenso olor de los animales había llegado hasta la puerta misma del despacho. Pero estaba tan ocupado que no había prestado atención.

La figura solitaria de George Hadley se abrió paso entre los pastos salvajes.Los leones, inclinados sobre sus presas, alzaron la cabeza y miraron a George. La ilusión tenía una única falla: la puerta abierta y su mujer que cenaba abstraída más allá del vestíbulo oscuro, como dentro de un cuadro.
—Váyanse —les dijo a los leones. Los leones no se fueron. George conocía muy bien el mecanismo del cuarto. Uno pensaba cualquier cosa, y los pensamientos aparecían en los muros.
—¡Vamos! ¡Aladino y su lámpara! —gritó. La pradera siguió allí; los leones siguieron allí.
—¡Vamos, cuarto! ¡He pedido a Aladino! Nada cambió. Los leones de piel tostada gruñeron.
—¡Aladino!
George volvió a su cena.
—Ese cuarto idiota está estropeado —le dijo a su mujer—. No responde.
—O…
—¿O qué?
—O no puede responder —dijo Lydia—. Los chicos han pensado tantos días en África y los leones y las muertes que el cuarto se ha habituado.
—Podría ser.
—O Peter lo arregló para que siguiera así.
—¿Lo arregló?
—Pudo haberse metido en las máquinas y mover algo.
—Peter no sabe nada de mecánica.
—Es listo para su edad. Su coeficiente de inteligencia …
—Aun así…

—Hola, mamá. Hola, papá.
Los Hadley volvieron la cabeza. Wendy y Peter entraban en ese momento por la puerta principal, con las mejillas como caramelos de menta, los ojos como brillantes bolitas de ágata, y los trajes con el olor a ozono del helicóptero.
—Llegáis justo a tiempo para cenar.
—Comimos muchas salchichas y helados de frutilla —dijeron los niños tomándose de la mano—. Pero miraremos cómo coméis.
—Sí. Habladnos del cuarto de juegos —dijo George. Los niños lo observaron, parpadeando, y luego se miraron.
—¿El cuarto de juegos?
—África y todas esas cosas —dijo el padre fingiendo cierta jovialidad.
—No entiendo —dijo Peter.
—Tu madre y yo acabamos de hacer un viaje por África con una caña de pescar, Tom Swift y su león eléctrico.
—No hay África en el cuarto —dijo Peter simplemente.
—Oh, vamos, Peter. Yo sé por qué te lo digo.
—No me acuerdo de ninguna África —le dijo Peter a Wendy—. ¿Te acuerdas tú?
—No.
—Ve a ver y vuelve a contarnos. La niña obedeció.
—¡Wendy, ven aquí! —gritó George Hadley; pero Wendy ya se había ido. Las luces de la casa siguieron a la niña como una nube de luciérnagas. George recordó, un poco tarde, que después de su última inspección no había cerrado la puerta con llave.
—Wendy mirará y vendrá a contarnos.
—A mí no tiene nada que contarme. Yo lo he visto.
—Estoy seguro de que te engañas, papá.
—No, Peter. Ven conmigo.
Pero Wendy ya estaba de vuelta.
—No es África —dijo sin aliento.
—Iremos a verlo —dijo George Hadley, y todos atravesaron el vestíbulo y entraron en el cuarto. Había allí un hermoso bosque verde, un hermoso río, una montaña de color violeta, y unas voces agudas que cantaban. El hada Rima, envuelta en el misterio de su belleza se escondía entre los árboles, con los largos cabellos cubiertos de mariposas, como ramilletes animados. La selva africana había desaparecido. Los leones habían desaparecido. Sólo Rima estaba allí, cantando una canción tan hermosa que hacia llorar. George Hadley miró la nueva escena.
—Vamos, a la cama —les dijo a los niños. Los niños abrieron la boca.
—Ya me oísteis —dijo George.
Los niños se metieron en el tubo neumático, y un viento se los llevó como hojas amarillas a los dormitorios.
George Hadley atravesó el melodioso cañaveral. Se inclinó en el lugar donde habían estado los leones y alzó algo del suelo. Luego se volvió lentamente hacia su mujer.
—¿Qué es eso? —le preguntó Lydia.
—Una vieja valija mía —dijo George.
Se la mostró. La valija tenía aún el olor de los pastos calientes, y el olor de los leones. Sobre ella se veían algunas gotas de saliva, y a los lados, unas manchas de sangre. George Hadley cerró con dos vueltas de llave la puerta del cuarto. Había pasado la mitad de la noche y aún no se había dormido. Sabía que su mujer también estaba despierta.
—¿Crees que Wendy habrá cambiado el cuarto? —preguntó Lydia al fin.
—Por supuesto.
—¿Convirtió la pradera en un bosque y reemplazo a los leones por Rima?
—Sí.
—;Por qué?
—No lo sé. Pero ese cuarto seguirá cerrado hasta que lo descubra.
—¿Cómo fue a parar allí tu valija?
—No sé nada —dijo George—. Sólo sé que estoy arrepentido de haberles comprado el cuarto. Si los niños son unos neuróticos, un cuarto semejante…
—Se supone que el cuarto les saca sus neurosis y tiene una influencia favorable. George miró fijamente el cielo raso.
—Comienzo a dudarlo.
—Hemos satisfecho todos sus gustos. ¿Es ésta nuestra recompensa? ¿Desobediencia, secreteos?
—¿Quién dijo alguna vez “Los niños son como las alfombras, hay que sacudirlos de cuando en cuando”? Nunca les levantamos la mano. Están insoportables. Tenemos que reconocerlo. Van y vienen a su antojo. Nos tratan como si nosotros fuéramos los chicos. Están echados a perder, y lo mismo nosotros.
—Se comportan de un modo raro desde hace unos meses, desde que les prohibiste tomar el cohete a Nueva York.
—Me parece que le pediré a David McClean que venga mañana por la mañana para que vea esa África.
—Pero el cuarto ya no es África. Es el país de los árboles y Rima.
—Presiento que mañana será África de nuevo. Un momento después se oyeron dos gritos. Dos gritos. Dos personas que gritaban en el piso de abajo. Y luego el rugido de los leones.
—Wendy y Peter no están en sus dormitorios —dijo Lydia.
George escuchó los latidos de su propio corazón.
—No —dijo—. Han entrado en el cuarto de juegos.
—Esos gritos… Me parecieron familiares.
—¿Si?
—Horriblemente familiares.
Y aunque las camas trataron de acunarlos, George y Lydia no pudieron dormirse hasta después de una hora. Un olor a gatos llenaba el aire de la noche.

-¿Papá? -dijo Perter.

-Sí.

Peter se niró los zapatos. Ya nunca miraba a su padre, ni a su madre.
—¿Vas a cerrar para siempre el cuarto de juegos?
—Eso depende.
—¿De qué?
—De ti y tu hermana. Si intercalaseis algunos otros países entre esas escenas de África. Oh… Suecia, por ejemplo, o Dinamarca, o China.
—Creía que podíamos elegir los juegos.
—Si, pero dentro de ciertos límites.
—¿Qué tiene África de malo, papá?
—Ah, ahora admites que pensabais en África, ¿eh?
—No quiero que cierres el cuarto —dijo Peter fríamente—. Nunca.
—A propósito. Hemos pensado en cerrar la casa por un mes, más o menos. Llevar durante un tiempo una vida más libre y responsable.
—¡Eso sería horrible! ¿Tendré que atarme los cordones de los zapatos, en vez de dejar que me los ate la máquina atadora? ¿Y cepillarme yo mismo los dientes, y peinarme y bañarme yo solo?
—Será divertido cambiar durante un tiempo. ¿No te parece?
—No, será espantoso. No me gustó nada cuando el mes pasado te llevaste la máquina de pintar.
—Quiero que aprendas a pintar tú mismo, hijo mío.
—No quiero hacer nada. Sólo quiero mirar y escuchar y oler. ¿Para qué hacer otra cosa?
—Muy bien, vete a tu pradera.
—¿Vas a cerrar pronto la casa?
—Estamos pensándolo.
—¡Será mejor que no lo pienses más, papá!
—¡No permitiré que ningún hijo mío me amenace!
—Muy bien.
Y Peter se fue al cuarto de los niños.

—¿Llego a tiempo? —dijo David McClean.
—¿Quieres comer algo? —le preguntó George Hadley.
—Gracias, ya he desayunado. ¿Qué pasa aquí?
—David, tú eres psiquiatra.
—Así lo espero.
—Bueno, quiero que examines el cuarto de los niños. Lo viste hace un año, cuando nos hiciste aquella visita. ¿Notaste entonces algo raro?
—No podría afirmarlo. Las violencias usuales, una ligera tendencia a la paranoia. Lo común. Todos los niños se creen perseguidos por sus padres. Pero, oh, realmente nada. George y David McClean atravesaron el vestíbulo.
—Cerré con llave el cuarto —explicó George— y los niños se metieron en él durante la noche. Dejé que se quedaran y formaran las figuras. Para que tú pudieses verlas. Un grito terrible salió del cuarto.
—Ahí lo tienes —dijo George Hadley—. A ver que te parece.
Los hombres entraron sin llamar. Los gritos habían cesado. Los leones comían.
—Salid un momento, chicos —dijo George—. No no alteréis la combinación mental. Dejad las paredes así. Marchaos.
Los chicos se fueron y los dos hombres observaron a los leones, que agrupados a lo lejos devoraban sus presas con gran satisfacción.
—Me gustaría saber qué comen —dijo George Hadley—. A veces casi lo reconozco. ¿Qué te parece si traigo unos buenos gemelos y …? David McClean se rió secamente.
—No —dijo, y se volvió para estudiar los cuatro muros—. ¿Cuánto tiempo lleva esto?
—Poco menos de un mes.
—No me impresiona muy bien, de veras.
—Quiero hechos, no impresiones.
—Mi querido George, un psiquiatra nunca ha visto un hecho en su vida. Sólo tiene impresiones; cosas vagas. Esto no me impresiona bien y te lo digo. Confía en mi intuición y en mi instinto. Tengo buen olfato. Y esto me huele muy mal… Te daré un buen consejo. Líbrate de este cuarto maldito y lleva a los niños a mi consultorio durante un año. Todos los días.
—¿es tan grave?
—Temo que sí. Estos cuartos de juegos facilitan el estudio de la mente infantil, con las figuras que quedan en los muros. En este caso, sin embargo, en vez de actuar como una válvula de escape, el cuarto ha encauzado el pensamiento destructor de los niños.
—¿No advertiste nada anteriormente?
—Sólo noté que consentías demasiado a tus hijos. Y parece que ahora te opones a ellos de alguna manera. ¿De qué manera?
—No los dejé ir a Nueva York.
—¿y qué más?
—Saqué algunas máquinas de la casa, y hace un mes los amenacé con cerrar este cuarto si no se ocupaban en alguna tarea doméstica. Llegué a cerrarlo unos días, para que viesen que hablaba en serio.
—¡Aja!
—¿Significa algo eso?
—Todo. Santa Claus se ha convertido en un verdugo. Los niños prefieren a Santa Claus. Permitiste que este cuarto y esta casa os reemplazaran, a ti y tu mujer, en el cariño de vuestros hijos. Este cuarto es ahora para ellos padre y madre a la vez, mucho más importante que sus verdaderos padres. Y ahora pretendes prohibirles la entrada. No es raro que haya odio aquí. Puedes sentir cómo baja del cielo. Siente ese sol, George, tienes que cambiar de vida. Has edificado la tuya, como tantos otros, alrededor de algunas comodidades mecánicas. Si algo le ocurriera a tu cocina, te morirías de hambre. No sabes ni como cascar un huevo. Pero no importa, arrancaremos el mal de raíz. Volveremos al principio. Nos llevará tiempo. Pero transformaremos a estos niños en menos de un año. Espera y verás.
—Pero cerrar la casa de pronto y para siempre no será demasiado para los niños?
—No pueden seguir así, eso es todo.
Los leones habían terminado su rojo festín y miraban a los hombres desde las orillas del claro.
—Ahora soy yo quien se siente perseguido —dijo McClean—. Salgamos de aquí. Nunca me gustaron estos dichosos cuartos. Me ponen nervioso.
—Los leones parecen reales, ¿no es cierto? —dijo George Hadley—. Me imagino que es imposible…
—¿Qué?
—Que se conviertan en verdaderos leones.
—No sé.
—Alguna falla en la maquinaria, algún cambio o algo parecido…
—No.
Los hombres fueron hacia la puerta.
—Al cuarto no le va a gustar que lo paren, me parece.
—A nadie le gusta morir, ni siquiera a un cuarto.
—Me pregunto si me odiará porque quiero apagarlo.
—Se siente la paranoia en el aire —dijo David McClean—. Se la puede seguir como una pista. Hola. —Se inclinó y alzó del suelo una bufanda manchada de sangre—. ¿Es tuya?
—No —dijo George Hadley con el rostro duro—. Es de Lydia.
Entraron juntos en la casilla de los fusibles y movieron el interruptor que mataba el cuarto.

Los dos niños tuvieron un ataque de nervios. Gritaron, patalearon y rompieron algunas cosas. Aullaron, sollozaron, maldijeron y saltaron sobre los muebles.
—¡No puedes hacerle eso a nuestro cuarto, no puedes!
—Vamos, niños.
Los niños se dejaron caer en un sofá, llorando.
—George —dijo Lydia Hadley—, enciéndeles el cuarto, aunque sólo sea un momento. No puedes ser tan rudo.
—No puedes ser tan cruel.
—Lydia, está parado y así seguirá. Hoy mismo terminamos con esta casa maldita. Cuanto más pienso en la confusión en que nos hemos metido, más me desagrada. Nos hemos pasado los días contemplándonos el ombligo, un ombligo mecánico y electrónico.
Dios mío, cómo necesitamos respirar un poco de aire sano. Y George recorrió la casa apagando relojes parlantes, estufas, calentadores, lustradoras de zapatos, ataderas de zapatos, máquinas de lavar, frotar y masajear el cuerpo, y todos los aparatos que encontró en su camino. La casa se llenó de cadáveres. Parecía un silencioso cementerio mecánico.
—¡No lo dejes! —gemía Peter mirando el cielo raso, como si le hablase a la casa, al cuarto de juegos— ;No dejes que papá mate todo! —Se volvió hacia George—. ¡Te odio!
—No ganarás nada con tus insultos.
—¡Ojalá te mueras!
—Hemos estado realmente muertos, durante muchos años. Ahora vamos a vivir. En vez de ser manejados y masajeados, vamos a vivir. Wendy seguía llorando y Peter se unió otra vez a ella.
—Sólo un rato, un ratito, sólo un ratito —lloraban los niños.
—Oh, George —dijo Lydia—, no puede hacerles daño.
—Bueno… bueno. Aunque sólo sea para que se callen. Un minuto, nada más, ¿oísteis? Y luego lo apagaremos para siempre.
—¡Papá, papá, papá! —cantaron los niños, sonriendo, con las caras húmedas.
—Y en seguida saldremos de vacaciones. David McClean llegará dentro de medía hora, para ayudarnos en la mudanza y acompañarnos al aeropuerto. Bueno, voy a vestirme. Enciéndeles el cuarto un minuto, Lydia. Pero sólo un minuto, no lo olvides.

Y la madre y los dos niños se fueron charlando animadamente, mientras George se dejaba llevar por el tubo neumático hasta el primer piso, y comenzaba a vestirse con sus propias manos. Lydia volvió un minuto mis tarde.
—Me sentiré feliz cuando nos vayamos —suspiró la mujer.
—¿Los has dejado en el cuarto?
—Quería vestirme. ¡Oh, esa África horrorosa! ¿Por que les gustará tanto?
—Bueno, dentro de cinco minutos partiremos para Iowa. Señor, ¿cómo nos hemos metido en esta casa? ¿Que nos llevó a comprar toda esta pesadilla?
—El orgullo, el dinero, la ligereza.
—Será mejor que bajemos antes que los chicos vuelvan a entusiasmarse con sus condenados leones. En ese mismo instante se oyeron las voces infantiles.
—¡Papá, mamá! ¡Venid pronto! ¡Rápido! Jorge y Lydia bajaron por el tubo neumático y corrieron hacia el vestíbulo. Los niños no estaban allí.
—¡Wendy! ¡Peter!
Entraron en el cuarto de juegos. En la selva sólo se veía a los leones, expectantes, con los ojos fijos en George y Lydia.
——¿Peter, Wendy?
La puerta se cerró de golpe.
—¡Wendy, Peter!
George Hadley y su mujer se volvieron y corrieron hacia la puerta.
—¡Abrid la puerta! —gritó George Hadley moviendo el pestillo—. ¡Pero han cerrado del otro lado! ¡Peter! —George golpeó la puerta—. ¡Abrid! Se oyó la voz de Peter, afuera, junto a la puerta.
—No permitan que paren el cuarto de juegos y la casa. El señor George Hadley y su señora golpearon otra vez la puerta.
—Vamos, no seáis ridículos, chicos. Es hora de irse.
El señor McClean llegará en seguida y…  Y se oyeron entonces los ruidos. Los leones avanzaban por la hierba amarilla, entre las briznas secas, lanzando unos rugidos cavernosos. Los leones. El señor Hadley y su mujer se miraron. Luego se volvieron y observaron a los animales que se deslizaban lentamente hacia ellos, con las cabezas bajas y las colas duras. El señor y la señora Hadley gritaron. Y comprendieron entonces por qué aquellos otros gritos les hablan parecido familiares.

—Bueno, aquí estoy —dijo David McClean desde el umbral del cuarto de los niños—. Oh, hola —añadió, y miró fijamente a las dos criaturas. Wendy y Peter estaban sentados en el claro de la selva, comiendo una comida fría. Detrás de ellos se veían unos pozos de agua, y los pastos amarillos. Arriba brillaba el sol. David McClean empezó a transpirar—. ¿Dónde están vuestros padres? Los niños alzaron la cabeza y sonrieron.
—Oh, no van a tardar mucho.
—Muy bien, ya es hora de irse.
El señor McClean miró a lo lejos y vio que los leones jugaban lanzándose zarpazos, y que luego volvían a comer, en silencio, bajo los árboles sombríos. Se puso la mano sobre los ojos y observó atentamente a los leones. Los leones terminaron de comer. Se acercaron al agua. Una sombra pasó sobre el rostro sudoroso del señor McClean. Muchas sombras pasaron. Los buitres descendían desde el cielo luminoso.
—¿Una taza de té? —preguntó Wendy en medio del silencio.






TEXTO :  "FAUSTO" DE GOETHE   - PRÓLOGO EN EL CIELO


El Señor, las cohortes celestes, Mefistófeles
Los tres arcángeles se adelantan

Rafael. El sol, según su antiguo hábito, toma parte en el alternado canto de las esferas, y su trazada carrera termina con el estampido del trueno. Su mirada da fuerza a los ángeles, aun cuando ninguno pueda comprenderla; las obras sublimes inabarcables son bellas como en el primer día.

Gabriel. Y ved con que invencible velocidad la magnificencia de la tierra en torno suyo, y como el resplandor del paraíso se convierte noche profunda y tenebrosa. El espumoso mar se enfurece en toda su vasta extensión, y hasta en el profundo lecho de las rocas, y peñas, y mar son arrasados en la carrera rápida de las esferas.

Miguel. Y las tempestades rugen a cual más, del mar a la orilla, de la orilla al mar, y, en su furor, forman cadena impetuosa en todo aquel basto círculo. La desolación flamígera procede al vivo resplandor del rayo, y, sin embargo, tus mensajeros, Señor, adoran el curso tranquilo de tu día.

Los tres. Tu mirada da a los ángeles la fuerza, aun cuando ninguno de ellos pueda comprenderla, y todas las obras sublimes muéstranse esplendentes como en el primer día.

Mefistófeles. Maestro, ya que vuelves a acercar te una vez, y preguntas qué es lo que acontece entre nosotros, tal como acostumbrabas verme en otro tiempo, me ves aún en medio de los tuyos. Perdóname; no sé hilvanar grandes frases, aunque me exponga a la gritería del séquito, y por eso no dudo que excitaría mi jerigonza tu risa, si no hubieses perdido la costumbre de reírte. Nada puedo decir del sol ni de los mundos; no veo más que una cosa: la miseria de los hombres. El pequeño dios de mundo es siempre del mismo temple, y en verdad, tan curioso como en el primer día. Viviría un poco mejor, si no le hubieses dado tú el reflejo de la luz celeste, a la que da el  nombre de Razón, sólo le sirve para ser más bestia que la bestia. Me parece, no se ofenda vuestra majestad, una de esas langostas de prolongadas patas, que siempre vuelan y saltan al volar, sin que por ello dejen  de entonar del mismo modo su antigua canción en la hierba. ¡Si aun le fuese dado permanecer siempre en la hierba! ¡Pero no, le es preciso meter la nariz en todas partes!

El Señor. ¿Nada más tiene que decirme? ¿Por qué has de venir siempre a quejarte? ¿No habrá nunca para ti nada bueno sobre la tierra?

Mefistófeles. No, Maestro, francamente, todo allí abajo lo encuentro detestable. Los hombres causan mi piedad en sus días de miseria; pobres diablos, me apenan de tal mido que mi valor tengo para atormentarlos.

El Señor. ¿Conoces a Fausto?

Mefistófeles. ¿El doctor?

El Señor. Mi siervo.

Mefistófeles. ¡Ya! ¡Es preciso confesar que os sirve de modo extraño! ¡Pobre loco! ¡No sabe alimentarse de cosas terrenas! La angustia que le devora le lanza hacia los espacios y conoce a medias su demencia; quiere las estrella s más hermosas del cielo, le halaga toda la sublime voluptuosidad de la tierra, y de lejos ni de cerca, nada podría satisfacer las  insaciables aspiraciones de su corazón.

El Señor. Si me sirve hoy en el tumulto del mundo, quiero en breve conducirlo a la luz. Bien sabe el jardinero cuándo verdea el arbusto que ha de producir más tarde flor y fruto.

Mefistófeles. Apostemos a que lo perdemos aún, si me permitís atraerle poco a poco a mi camino.

El Señor. Tendrás ese derecho sobre él mientras permanezca en la tierra. El hombre solo se extravía mientras está buscando su objeto.

Mefistófeles. Os lo agradezco; porque respecto de los muertos nunca he tenido mucho que hacer; siempre he preferido las rosadas mejillas; hago con los cadáveres lo que el gato con el ratón.

El Señor. Pues bien, te lo entrego. Aparta a aquel espíritu de su origen y arrástrale, si puedes apoderarte de él, por tu pendiente, pero confiésate vencido y humillado si has de reconocer que un hombre bueno, en medio de las tinieblas de su conciencia, se ha acordado del camino recto.

Mefistófeles. Muy bien. ¡Qué lástima que todo esto deba durar tan poco! No me da mi apuesta ningún cuidado. Si alcanzo mi objeto, me concederéis plena victoria. Quiero que llegue a morder el polvo con delicia, como mi tía la célebre serpiente.    

El Señor. Puedes entregarte audazmente a todos tus proyectos; nunca he odiado a tus semejantes; cuanto más niegan menor es el cuidado que me dan los espíritus. La actividad del hombre fácilmente se calma, porque no tarda en entregarse al encanto de un reposo absoluto. Por eso quiero darle un compañero que lo aguijonee y le impulse a obrar. ¡Vosotros, puros hijos de Dios, glorificaos en los resplandores de la inmortal belleza; que la sustancia eterna y activa os circunde con suaves lazos de amor; que vuestro pensamiento fijo y perseverante dé forma a las apariciones inabarcables que están flotando!

(Los cielos se cierran; los arcángeles se dispersan)

Mefistófeles.  (A solas) Grande es el placer que experimento al ver de cuando en cuando a mi antiguo padre; por esto me guardo muy bien de reñir con él. ¡Tan gran señor habla tan bondadosamente con el diablo! ¡Qué hermoso cuadro!


INFORMACIÓN GENERAL PARA "LA DIVINA COMEDIA"

FUENTE: "DANTE" de JULIO DODERA



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"EDIPO-REY" DE SÓFOCLES.

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"EL INGENIOSO HIDALGO DON QUIJOTE DE LA MANCHA"    MIGUEL DE CERVANTES

http://quijote.bne.es/libro.html


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 CUENTO "EL PRÍNCIPE FELIZ" O. WILDE
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/wilde/el_principe_feliz.htm


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Macbeth  de W. Shakespeare
www.esja.edu.ar/descargas/libros_s/shakespeare_macbeth.pdf

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RIMAS DE G. A. BÉCQUER

albalearning.com/audiolibros/becquer/

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 LA DIVINA COMEDIA de Dante 

CANTO XXVI DEL INFIERNO. Pág.203

Discurso de Ulises en el canto XXVI del Infierno. La Divina Comedia

Éramos ya viejos y
lentos, cuando llegamos a la estrecha
garganta, donde Hércules plantó
las dos columnas, prohibiendo pasar.
Dejé a Sevilla a mi derecha,
y antes Ceuta a la izquierda.  —“¡Oh,
hermanos! —les dije—. Tras arrostrar
mil peligros, habéis arribado
a Occidente. No os queráis negar
la gloriosa experiencia de alcanzar
las riberas del mundo reservado,
que  todavía no le fue entregado
al hombre y se halla en este mar,
siguiendo el sol. Ya va a terminar
la vida. Ved que no se os ha dado
para pasar como brutos, sino
para lograr la virtud y la ciencia”.


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 LA BIBLIA  versión Reina Valera 

media.ldscdn.org/pdf/lds-scriptures/holy-bible/holy-bible-spa.pdf

   

Salmo de David.  Nº23.

1 El SEÑOR es mi pastor,
          nada me faltará.
2 En lugares de verdes pastos me hace descansar;
          junto a aguas de reposo me conduce.
3 El restaura mi alma;
          me guía por senderos de justicia
          por amor de su nombre.
4 Aunque pase por el valle de sombra de muerte,
          no temeré mal alguno, porque tú estás conmigo;
          tu vara y tu cayado me infunden aliento.
5 Tú preparas mesa delante de mí en presencia de mis enemigos;
          has ungido mi cabeza con aceite;
          mi copa está rebosando.
6 Ciertamente el bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida,
          y en la casa del SEÑOR moraré por largos días.

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Oda a Leuconoe   Horacio

No indagues, Leuconoe; vedado está saberlo
qué destino los dioses a ti y a mí nos dieron,
y no de Babilonia consultes los misterios.

Vale más, como fuere, aceptar el decreto,
ya nos conceda Jove contar muchos inviernos,
o ya sea éste el último en que abatirse vemos
contra escollos tenaces las olas del Tirreno.

Sé prudente, buen vino consume de lo añejo
y largo afán no entregues a plazo tan pequeño.
Mientras hablamos huye con la palabra el Tiempo.
¡Goza este día! Nada fíes del venidero.
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          DARSE CORTE de Julio César Castro (Juceca)

El hombre, hasta el más mellado, vive cortando.
Entre los que viven del corte, se destacan los cirujanos y los modistos. Y los sastres. Pero, mientras los sastres y los modistos cortan para vestirlo, los cirujanos tienen que desnudarlo para poder cortar. No obstante, cuando lo agarra un sastre, al hombre hay que medirlo antes de cortar, en cambio, si lo agarra un cirujano, generalmente hay que tomarle las medidas después.
Vistosos siguen siendo los cortes en el baile. Para ser un bailarín con corte, no es suficiente lucir en el rostro una cicatriz. Como se sabe, el baile con cortes y quebradas, tiene su origen en la costumbre de bailar con el cuchillo en la cintura, y en quebrarse en lío con un rival alguna silla en las costillas. De ahí, también, quizás, la sentada. Hay quien se corta cambiando un vidrio, rebanando pan, abriendo una lata de conservas o rasurando su barba. Son los que acostumbran decir:
- A mí, che, qué querés que te diga, a mí me gusta cortarme solo.
Hay quien vive del corte de los naipes, quien del corte de pelo, hay
quienes cortan césped a domicilio y los hay que la toman cortada con jerezano. Los niños, en la escuela, se desafiaban cortando para la salida. Ya más grande, el muchacho pretende que la botija más linda del barrio le dé corte. Y cuando se le arrima para el chamuyo, es muy probable que de atolondrado, se quede cortado. Hasta que se casa, y entonces sí, se le corta todo.

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